martes, 9 de abril de 2013

Jorge Semprún: inicio de "El largo viaje"



Este hacinamiento de cuerpos en el vagón, este pun­zante dolor en la rodilla derecha. Días, noches. Hago un esfuerzo e intento contar los días, contar las noches. Tal vez esto me ayude a ver claro. Cuatro días, cinco noches. Pero habré contado mal, o es que hay días que se han convertido en noches. Me sobran noches; noches de sal­do. Una mañana, claro está, fue una mañana cuando co­menzó este viaje. Aquel día entero. Después, una noche. Levanto el dedo pulgar en la penumbra del vagón. Mi pulgar por aquella noche. Otra jornada después. Aún se­guíamos en Francia y el tren apenas se movió. En ocasio­nes, oíamos las voces de los ferroviarios, por encima del ruido de botas de los centinelas. Olvídate de aquel día, fue una desesperación. Otra noche. Yergo en la penumbra un segundo dedo. Tercer día. Otra noche. Tres dedos de mi mano izquierda. Y el día en que estamos. Cuatro días, pues, y tres noches. Avanzamos hacia la cuarta noche, el quinto día. Hacia la quinta noche, el sexto día. Pero ¿avan­zamos nosotros? Estamos inmóviles, hacinados unos en­cima de otros, la noche es quien avanza, la cuarta noche, hacia nuestros inmóviles cadáveres futuros. Me asalta una risotada: va a ser la Noche de los Búlgaros, de verdad.
-No te canses -dice el chico.
En el torbellino de la subida, en Compiégne, bajo los golpes y los gritos, cayó a mi lado. Parece no haber hecho otra cosa en su vida, viajar con otros ciento diecinueve tipos en un vagón de mercancías cerrado con candados. «La ventana», dijo escuetamente. En tres zancadas y otros tantos codazos, nos abrió paso hasta una de las ventani­llas de ventilación, atrancada con alambre de espino. «Res­pirar es lo más importante, ¿entiendes?, poder respirar.» -¿De qué te sirve reír? -dice el chico-. Cansa para nada. -Pienso en la noche que viene -le digo. -¡Qué tontería!-dice el chico-. Piensa en las noches pasadas.
-Eres la voz de la razón. -Vete a la mierda -me responde. Llevamos cuatro días y tres noches encajados el uno en el otro, su codo en mis costillas, mi codo en su estó­mago. Para que pueda colocar sus dos pies en el suelo del vagón tengo que sostenerme sobre una sola pierna. Para que yo pueda hacer lo mismo y sentir relajados los múscu­los de las pantorrillas, también él se mantiene sobre una pierna. Así ganamos algunos centímetros, y descansamos por turno.
A nuestro alrededor, todo es penumbra, con respiracio­nes jadeantes y empujones repentinos, enloquecidos, cuan­do algún tipo se derrumba. Cuando nos contaron ciento veinte ante el vagón, tuve un escalofrío, intentando imagi­nar lo que podía resultar. Es todavía peor.
Cierro los ojos, los vuelvo a abrir. No es un sueño. -¿Ves bien? -le pregunto. -Sí, ¿y qué? -dice-, es el campo. Es el campo, en efecto. El tren rueda lentamente so­bre una colina. Hay nieve, abetos altos, serenas humare­das en el cielo gris. Mira un momento. -Es el valle del Mosela. -¿Cómo puedes saberlo? -le pregunto. Me mira, pensativo, y se encoge de hombros. -¿Por dónde quieres que pasemos?
Tiene razón el chico, ¿por dónde quiere usted pasar, y para ir Dios sabe dónde? Cierro los ojos y algo canturrea suavemente en mí: valle del Mosela. Estaba perdido en la penumbra cuando he aquí que el mundo se vuelve a orga­nizar en torno a mí, en esta tarde de invierno que decae. El valle del Mosela, esto existe, debe de encontrarse en los mapas, en los atlas. En el liceo Henri IV armábamos jaleo al profesor de geografía, seguro que de allí no guardo re­cuerdo alguno del Mosela. En todo aquel año no creo ha­ber aprendido una sola lección de geografía. Bouchez me tenía una rabia mortal. ¿Cómo era posible que el primero en filosofía no se interesara por la geografía? No había re­lación alguna, claro está. Pero me tenía una rabia mortal. Sobre todo desde aquella historia de los ferrocarriles de Europa central. Me tocó el gordo, y hasta le solté los nom­bres de los trenes. Me acuerdo del Harmónica Zug, le puse entre otros el Harmónica Zug. «Buen trabajo», anotó, «pero apoyado en exceso en recuerdos personales.» Enton­ces, en plena clase, cuando nos devolvió los ejercicios, le advertí que no tenía ningún recuerdo personal de Europa central. No conozco la Europa central. Simplemente, lo saqué del diario de viaje de Barnabooth. ¿No conoce us­ted a A.O. Barnabooth, señor Bouchez? En verdad, nunca he sabido si Bouchez conocía o no a A.O. Barnabooth. Estalló y por poco me forman consejo de disciplina.
Pero he aquí el valle del Mosela. Cierro los ojos y sa­boreo esta oscuridad que me invade, esta certeza del valle del Mosela, fuera, bajo la nieve. Esta certeza deslumbran­te de matices grises, los altos abetos, los pueblos rozagan­tes, las serenas humaredas bajo el cielo invernal. Procuro mantener los ojos cerrados el mayor tiempo posible. El tren rueda despacio, con un monótono ruido de ejes. De re­pente, silba. Ha debido de desgarrar el paisaje de invierno, como ha desgarrado mi corazón. Deprisa, abro los ojos, para sorprender el paisaje, para pillarlo desprevenido. Ahí está.
Está, simplemente, no tiene otra cosa que hacer. Podría morirme ahora, de pie en el vagón atestado de futuros ca­dáveres, él seguiría ahí. El valle del Mosela estaría ahí, ante mi mirada muerta, suntuosamente hermoso como un Breughel de invierno. Podríamos morir todos, yo mis­mo y este chico de Semur-en-Auxois, y también el viejo que aullaba hace un rato sin parar, sus vecinos han debi­do de derribarle, ya no se le oye, él seguiría ahí, ante nues­tras miradas muertas. Cierro los ojos, los abro. Mi vida no es más que este parpadeo que me descubre el valle del Mo­sela. Mi vida se me ha escapado, se cierne sobre este valle de invierno, es este valle dulce y tibio en el frío del invierno.
-¿A qué juegas? -dice el chico de Semur. Me mira aten­tamente, intenta comprender-. ¿Te encuentras mal? -me pregunta.
-En absoluto -le digo-. ¿Por qué?
-Entornas los párpados como una señorita -afirma-. ¡Vaya cine!
Le dejo hablar, no quiero distraerme.
El tren tuerce por el terraplén de la vía, en la ladera de la colina. El valle se despliega. No quiero que me distrai­gan de esta tranquila alegría. El Mosela, sus ribazos, sus viñedos bajo la nieve, sus pueblos de viñadores bajo la nieve me entran por los ojos. Hay cosas, seres y objetos de los que se dice que te salen por las ventanas de la nariz. Es una expresión francesa que siempre me ha hecho gracia. Son los objetos que os estorban, los seres que os agobian, que se arrojan, metafóricamente, por las ventanas de la na­riz. Vuelven a su existencia fuera de mí, arrojados de mí, trivializados, degradados por este rechazo. Las ventanas de mi nariz se vuelven la válvula de escape de un orgullo de­saforado, los símbolos propios de una conciencia que se imagina soberana. ¿Esta mujer, este amigo, esta música? Se acabó, no se hable más, por !as ventanas de la nariz. Pero el Mosela es todo lo contrario. El Mosela me entra por los ojos, me inunda la mirada, empapa mi alma con sus aguas lentas como si fuera una esponja. Ya no soy más que este Mosela que invade mi ser por los ojos. No se me debe dis­traer de esta alegría salvaje.
-Se hace buen vino en esta tierra -dice el chico de Semur. Quiere que hablemos. No habrá adivinado que me es­toy anegando en el Mosela, pero siente que hay algo sos­pechoso en mi silencio. El chico quiere que seamos serios, no es una broma este viaje hacia un campo en Alemania, no hay por qué entornar los párpados, como un idiota, ante el Mosela. Él es de tierra de viñedos, pues se aferra a los vi­ñedos del Mosela, bajo la nieve fina y pulverizada. Es algo serio, ios viñedos, él está al tanto.
-Un vinillo blanco -dice el chico-. Aunque no tan bueno como el chabhs.
Se venga, es normal. El valle del Mosela nos ha ence­rrado en sus brazos, es la puerta del exilio, un camino sin retorno, quizá, pero su vinillo blanco no se puede compa­rar al chablis. En cierto modo es un consuelo.
Él quisiera hablar del chablis, y yo no le hablaré del chablis, desde luego, no ahora. Sabe que tenemos recuer­dos comunes, que tal vez hayamos coincidido en algún lugar, sin conocernos. Él estaba en el maquis, en Semur, cuando Julien y yo fuimos a llevarles armas, después del golpe de la serrería, en Semur. Él quisiera que evocásemos recuerdos comunes. Son recuerdos serios, como los viñe­dos y el trabajo en las viñas. Recuerdos sólidos. Quién sabe, ¿tendrá miedo de estar solo, de repente? No lo creo. Al menos, todavía no. Es mi soledad, sin duda, lo que le da miedo. Ha creído que yo flaqueaba, de repente, ante este paisaje dorado sobre fondo blanco. Ha creído que este paisaje me había afectado en algún punto flaco, y que yo cedía, que me enternecía de repente. Ha tenido miedo de dejarme solo, el chico de Semur. Me ofrece el recuerdo del chablis, quiere que bebamos juntos el vino nuevo de los recuerdos comunes. La espera en el bosque, con los de las SS emboscados en las carreteras, después del golpe de la se­rrería. Las salidas nocturnas en Citroen con los cristales rotos, con las metralletas apuntando a la sombra. Recuer­dos de hombre, vamos.
Pero no, hijo, no vacilo. No tomes a mal mi silencio. Dentro de un rato hablaremos. Era hermoso Semur, en septiembre. Hablaremos de Semur. Además, hay algo que no te he contado todavía. A Juhen le fastidiaba haber per­dido la moto. Una Gnóme et Rhóne potente y casi nueva. Se quedó en la serrería aquella noche, cuando los de las SS llegaron en tromba y tuvisteis que echaros al monte, a las alturas boscosas. A Julien le fastidiaba haber perdido la moto, y fuimos a por ella. Los alemanes habían instalado un puesto encima de la serrería, al otro lado del agua. Fui­mos en pleno día y nos colamos en los cobertizos por en­tre los montones de leña. Allí estaba la moto, oculta bajo unas lonas, con el depósito lleno de gasolina hasta la mi­tad. La empujamos hasta ¡a carretera. Los alemanes, claro está, iban a reaccionar al oír el ruido del arranque. Había un tramo de carretera con un fuerte declive, totalmente al descubierto. Los alemanes, desde lo alto de su observato­rio, iban a disparar sobre nosotros como en una feria. Pero Julien estaba muy apegado a esa moto, se empeñó en re­cuperarla a toda costa. Ya te contaré esta historia dentro de un rato, te alegrará saber que no se perdió la moto. La llevamos hasta el maquis del «Tabou», en las alturas de Larrey, entre Laignes y Chátillon. Pero no te contaré la muerte de Julien. ¿Para qué contártela? De todos modos, todavía no sé sí ha muerto julien. Julien no ha muerto, todavía, va en la moto conmigo, nos largamos hacia Laignes bajo el soí del otoño, y aquella moto fantasma por los caminos otoñales trastorna a las patrullas de la Feld,[1]* ellos disparan a ciegas al ruido fantasmal de la moto por las carreteras doradas de otoño. No te contaré la muerte de Julien, ten­dría demasiadas muertes que contar. Incluso tú morirás, antes de que acabe este viaje. No podré contarte cómo murió Julien, no lo sé aún, y tú habrás muerto antes del final de este viaje. Antes de que regresemos de este viaje. Aunque estuviéramos todos muertos en este vagón, muertos apiñados de pie, ciento veinte en este vagón, el valle del Mosela, de todas formas, seguiría ahí, ante nues­tras miradas muertas. No quiero distraerme de esta certe­za fundamental. Abro los ojos. Aquí está el valle labrado por un trabajo secular, con los viñedos escalonados por los ribazos, bajo una fina capa de nieve resquebrajada, es­triada por vetas parduzcas. Mi mirada no es nada sin este paisaje. Sin este paisaje yo estaría ciego. Mi mirada no des­cubre este paisaje, es revelada por él. Es la luz de este pai­saje la que inventa mi mirada. La historia de este paisaje, la larga historia de la creación de este paisaje por el traba­jo de los viñadores del Mosela, es la que da a mi mirada, a todo mi ser, su consistencia real, su densidad. Cierro los ojos. Sólo queda el ruido monótono de las ruedas en los raí­les. Sólo permanece esta realidad ausente del Mosela, ausen­te de mí, pero presente en sí misma, tal como en sí mis­ma la hicieron los viñadores del Mosela. Abro los ojos, los cierro, mi vida no es más que un parpadeo.
-¿Estás viendo visiones? -dice el chico de Semur.
-No -digo-, no exactamente.
-Pues lo parece, sin embargo. Parece que no crees en lo que ves.
-Desde luego que sí.
-O que te vas a desmayar.
Me mira con desconfianza.
-No te preocupes.
-¿Resistes? -me pregunta.
-Aguanto, te lo juro. En realidad, aguanto bien.

De repente se oyen gritos, aullidos, en el vagón. Un empujón brutal de toda la masa inerte de los cuerpos amontonados nos pega literalmente a la pared del vagón. Nuestras caras rozan el alambre de espino que cubre las aberturas de ventilación. Miramos el valle del Mosela.
-Está bien labrada esta tierra -dice el chico de Semur.
Contemplo la tierra bien labrada.
-Claro que no es como en mi tierra -dice-, pero está bien trabajada.
-Los viñadores son los viñadores.
Vuelve ligeramente la cabeza hacía mí, y se burla.
-¡Cuántas cosas sabes! -me dice.
-Quiero decir...
-Claro -dice, impaciente-, quieres decir, está claro lo que quieres decir.
-¿Dices que su vino no es tan bueno como el chabíis?
Me mira de reojo. Debe de pensar que mi pregunta es una trampa. Me encuentra muy complicado, el chico de Semur. Pero no es una trampa. Es una pregunta para rea­nudar el hilo de cuatro días y tres noches de conversación. No conozco todavía el vino del Mosela. No lo probé has­ta más tarde, en Eisenach. Cuando volvimos de este via­je. En un hotel de Eisenach, donde estaba instalado el centro de repatriación. Fue una noche curiosa, la primera de la repatriación. Para vomitar. En realidad, nos sentía­mos más bien desplazados. Tal vez era necesaria aquella cura de inadaptación, para acostumbrarnos al mundo otra vez. Un hotel de Eisenach, con oficíales americanos del III Ejército, franceses e ingleses de las misiones militares enviadas al campo. El personal alemán, todos viejos dis­frazados de maítres y camareros. Y chicas. Muchas chicas alemanas, francesas, austríacas, polacas, qué sé yo. Una velada como es debido, en el fondo muy normal, cada cual desempeñando su papel y cumpliendo con su oficio. Los oficíales americanos mascando su chicle y hablando entre sí, bebiendo sin parar del gollete de sus botellas de whisky. Los oficiales ingleses, con aire aburrido, solitarios, por encontrarse en el continente, en medio de esta promis­cuidad. Los oficiales franceses, rodeados de chicas, apa­ñándoselas muy bien para hacerse entender por todas esas chicas de diversos orígenes. Cada cual cumplía su papel. Los maítres alemanes cumplían con su oficio de maítres alemanes. Las chicas de procedencias diversas cumplían con su oficio de chicas de diversas procedencias. Y noso­tros, con el de supervivientes de los campos de la muer­te. Algo desplazados, claro está, pero muy dignos, con el cráneo afeitado, los pantalones de tela rayada enfundados en las botas que habíamos recuperado en los almacenes de las SS. Desplazados, pera muy como es debido, contan­do nuestras anécdotas a esos oficiales franceses que me­tían mano a las chicas. Nuestros ridículos recuerdos de hornos crematorios y de formaciones interminables bajo la nieve. Después, nos sentamos en torno a una mesa, para cenar. Había sobre la mesa un mantel blanco, cubiertos para pescado, para carne, de postre. Vasos de formas y colores distintos, para el vino blanco, para el tinto, para agua. Nos habíamos reído tontamente al ver aquellas co­sas inhabituales. Y bebimos vino del Mosela. Este vino del Mosela no era tan bueno como el chablis, pero era vino del Mosela.
Repito mi pregunta, que no es una trampa. Aún no he bebido el vino del Mosela.



[1] * Feld (Feldgendarmerie): Servicio  de Policía alemán. (N de los T.)



"Año 1943. En un vetusto vagón de mercancías precintado, ciento veinte deportados cruzan las tierras francesas camino de un campo de concentración. Es un viaje claustrofóbico, vejatorio: los cuerpos hacinados caen de agotamiento, uno pierde la cuenta de los días que lleva allí, y ni siquiera sabe dónde ni cuándo acabará. Y, no obstante, a veces, una simple palabra que pronuncia un compañero despierta toda clase de recuerdos, apenas lo único que queda en esos momentos. Así, mediante saltos al pasado, pero también al futuro, Semprún escribe los itinerarios de esas vidas atrapadas (algunas truncadas para siempre, otras milagrosamente preservadas) por el torbellino fatal de la historia".

  

Jorge Semprún

"Semprún pertenecía a una familia de clase alta. Por parte de su madre, Susana Maura Gamazo (muerta en 1931), era nieto del político conservador Antonio Maura, cinco veces Presidente del Gobierno durante el reinado de Alfonso XIII. Su padre fue el intelectual republicano José María Semprún y Gurrea, profesor y jurista, gobernador civil de provincia al comienzo de la República. Por la rama paterna era sobrino-nieto del que fuera alcalde de Madrid y Valladolid Manuel de Semprún y Pombo, del que fuera senador del Reino José María de Semprún y Pombo y de la hermana de los anteriores, Clotilde de Semprún y Pombo (condesa de Cabarrús y vizcondesa de Rambouillet por matrimonio con Cipriano Fernández de Angulo y de Cabarrús). Era, por tanto, bisnieto del que fuera senador electo y vitalicio, así como vicecónsul de Portugal, José María de Semprún y Álvarez de Velasco (casado con Carmen Pombo Fernández de Bustamante), sobrino-tataranieto de Juan Pombo Conejo (I Marqués de Casa-Pombo) y primo-segundo del que fuera alcalde de Valladolid entre los años 1957–1961 José Luis Gutiérrez de Semprún.
En 1939, después de la Guerra Civil Española, pasada en La Haya, donde su padre era Embajador de España, su familia se trasladó a París, donde, desde 1941, Jorge cursó estudios de Filosofía en la Universidad de La Sorbona.
Durante la Segunda Guerra Mundial, ocupada Francia por la Alemania nazi, combatió entre los partisanos de la Resistencia, como muchos otros españoles refugiados en Francia después de la Guerra Civil. Se afilió en 1942 al Partido Comunista de España (PCE). En 1943, tras ser denunciado, fue detenido, torturado y posteriormente deportado al campo de concentración de Buchenwald, estancia que marcaría su posterior experiencia literaria y política. De hecho, recogerá en varios de sus libros su trabajo en la administración del campo. Tras su liberación, fue recibido como un héroe en París, donde fijó su residencia".



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