Este hacinamiento de cuerpos en el vagón,
este punzante dolor en la rodilla derecha. Días, noches. Hago un esfuerzo e
intento contar los días, contar las noches. Tal vez esto me ayude a ver claro.
Cuatro días, cinco noches. Pero habré contado mal, o es que hay días que se han
convertido en noches. Me sobran noches; noches de saldo. Una mañana, claro
está, fue una mañana cuando comenzó este viaje. Aquel día entero. Después, una
noche. Levanto el dedo pulgar en la penumbra del vagón. Mi pulgar por aquella noche.
Otra jornada después. Aún seguíamos en Francia y el tren apenas se movió. En
ocasiones, oíamos las voces de los ferroviarios, por encima del ruido de botas
de los centinelas. Olvídate de aquel día, fue una desesperación. Otra noche.
Yergo en la penumbra un segundo dedo. Tercer día. Otra noche. Tres dedos de mi
mano izquierda. Y el día en que estamos. Cuatro días, pues, y tres noches.
Avanzamos hacia la cuarta noche, el quinto día. Hacia la quinta noche, el sexto
día. Pero ¿avanzamos nosotros? Estamos inmóviles, hacinados unos encima de
otros, la noche es quien avanza, la cuarta noche, hacia nuestros inmóviles
cadáveres futuros. Me asalta una risotada: va a ser la Noche de los Búlgaros,
de verdad.
-No te canses -dice el chico.
En el torbellino de la subida, en Compiégne,
bajo los golpes y los gritos, cayó a mi lado. Parece no haber hecho otra cosa
en su vida, viajar con otros ciento diecinueve tipos en un vagón de mercancías
cerrado con candados. «La ventana», dijo escuetamente. En tres zancadas
y otros tantos codazos, nos abrió paso hasta una de las ventanillas de
ventilación, atrancada con alambre de espino. «Respirar es lo más importante,
¿entiendes?, poder respirar.» -¿De qué te sirve reír? -dice el chico-. Cansa
para nada. -Pienso en la noche que viene -le digo. -¡Qué tontería!-dice el
chico-. Piensa en las noches pasadas.
-Eres la voz de la razón. -Vete a la mierda
-me responde. Llevamos cuatro días y tres noches encajados el uno en el otro,
su codo en mis costillas, mi codo en su estómago. Para que pueda colocar sus
dos pies en el suelo del vagón tengo que sostenerme sobre una sola pierna. Para
que yo pueda hacer lo mismo y sentir relajados los músculos de las
pantorrillas, también él se mantiene sobre una pierna. Así ganamos algunos
centímetros, y descansamos por turno.
A nuestro alrededor, todo es penumbra, con
respiraciones jadeantes y empujones repentinos, enloquecidos, cuando algún
tipo se derrumba. Cuando nos contaron ciento veinte ante el vagón, tuve un
escalofrío, intentando imaginar lo que podía resultar. Es todavía peor.
Cierro los ojos, los vuelvo a abrir. No es un
sueño. -¿Ves bien? -le pregunto. -Sí, ¿y qué? -dice-, es el campo. Es el campo,
en efecto. El tren rueda lentamente sobre una colina. Hay nieve, abetos altos,
serenas humaredas en el cielo gris. Mira un momento. -Es el valle del Mosela.
-¿Cómo puedes saberlo? -le pregunto. Me mira, pensativo, y se encoge de
hombros. -¿Por dónde quieres que pasemos?
Tiene razón el chico, ¿por dónde quiere usted
pasar, y para ir Dios sabe dónde? Cierro los ojos y algo canturrea suavemente
en mí: valle del Mosela. Estaba perdido en la penumbra cuando he aquí que el
mundo se vuelve a organizar en torno a mí, en esta tarde de invierno que
decae. El valle del Mosela, esto existe, debe de encontrarse en los mapas, en
los atlas. En el liceo Henri IV armábamos jaleo al profesor de geografía,
seguro que de allí no guardo recuerdo alguno del Mosela. En todo aquel año no
creo haber aprendido una sola lección de geografía. Bouchez me tenía una rabia
mortal. ¿Cómo era posible que el primero en filosofía no se interesara por la
geografía? No había relación alguna, claro está. Pero me tenía una rabia
mortal. Sobre todo desde aquella historia de los ferrocarriles de Europa
central. Me tocó el gordo, y hasta le solté los nombres de los trenes. Me
acuerdo del Harmónica Zug, le puse entre otros el Harmónica Zug. «Buen
trabajo», anotó, «pero apoyado en exceso en recuerdos personales.» Entonces,
en plena clase, cuando nos devolvió los ejercicios, le advertí que no tenía
ningún recuerdo personal de Europa central. No conozco la Europa central.
Simplemente, lo saqué del diario de viaje de Barnabooth. ¿No conoce
usted a A.O. Barnabooth, señor Bouchez? En verdad, nunca he sabido si Bouchez conocía
o no a A.O. Barnabooth. Estalló y por poco me forman consejo de disciplina.
Pero he aquí el valle del Mosela. Cierro los
ojos y saboreo esta oscuridad que me invade, esta certeza del valle del
Mosela, fuera, bajo la nieve. Esta certeza deslumbrante de matices grises, los
altos abetos, los pueblos rozagantes, las serenas humaredas bajo el cielo
invernal. Procuro mantener los ojos cerrados el mayor tiempo posible. El tren
rueda despacio, con un monótono ruido de ejes. De repente, silba. Ha debido de
desgarrar el paisaje de invierno, como ha desgarrado mi corazón. Deprisa, abro
los ojos, para sorprender el paisaje, para pillarlo desprevenido. Ahí está.
Está, simplemente, no tiene otra
cosa que hacer. Podría morirme ahora, de pie en el vagón atestado de futuros cadáveres,
él seguiría ahí. El valle del Mosela estaría ahí, ante mi mirada muerta,
suntuosamente hermoso como un Breughel de invierno. Podríamos morir todos, yo
mismo y este chico de Semur-en-Auxois, y también el viejo que aullaba hace un
rato sin parar, sus vecinos han debido de derribarle, ya no se le oye, él
seguiría ahí, ante nuestras miradas muertas. Cierro los ojos, los abro. Mi
vida no es más que este parpadeo que me descubre el valle del Mosela. Mi vida
se me ha escapado, se cierne sobre este valle de invierno, es este valle dulce
y tibio en el frío del invierno.
-¿A qué juegas? -dice el chico de Semur. Me
mira atentamente, intenta comprender-. ¿Te encuentras mal? -me pregunta.
-En absoluto -le digo-. ¿Por qué?
-Entornas los párpados como una señorita
-afirma-. ¡Vaya cine!
Le dejo hablar, no quiero distraerme.
El tren tuerce por el terraplén de la vía, en
la ladera de la colina. El valle se despliega. No quiero que me distraigan de
esta tranquila alegría. El Mosela, sus ribazos, sus viñedos bajo la nieve, sus
pueblos de viñadores bajo la nieve me entran por los ojos. Hay cosas, seres y
objetos de los que se dice que te salen por las ventanas de la nariz. Es una
expresión francesa que siempre me ha hecho gracia. Son los objetos que os
estorban, los seres que os agobian, que se arrojan, metafóricamente, por las
ventanas de la nariz. Vuelven a su existencia fuera de mí, arrojados de mí,
trivializados, degradados por este rechazo. Las ventanas de mi nariz se vuelven
la válvula de escape de un orgullo desaforado, los símbolos propios de una
conciencia que se imagina soberana. ¿Esta mujer, este amigo, esta música? Se
acabó, no se hable más, por !as ventanas de la nariz. Pero el Mosela es todo lo
contrario. El Mosela me entra por los ojos, me inunda la mirada,
empapa mi alma con sus aguas lentas como si fuera una esponja. Ya no soy más
que este Mosela que invade mi ser por los ojos. No se me debe distraer de esta
alegría salvaje.
-Se hace buen vino en esta tierra -dice el
chico de Semur. Quiere que hablemos. No habrá adivinado que me estoy anegando
en el Mosela, pero siente que hay algo sospechoso en mi silencio. El chico
quiere que seamos serios, no es una broma este viaje hacia un campo en
Alemania, no hay por qué entornar los párpados, como un idiota, ante el Mosela.
Él es de tierra de viñedos, pues se aferra a los viñedos del Mosela, bajo la
nieve fina y pulverizada. Es algo serio, ios viñedos, él está al tanto.
-Un vinillo blanco -dice el chico-. Aunque no
tan bueno como el chabhs.
Se venga, es normal. El valle del Mosela nos
ha encerrado en sus brazos, es la puerta del exilio, un camino sin retorno,
quizá, pero su vinillo blanco no se puede comparar al chablis. En cierto modo
es un consuelo.
Él quisiera hablar del chablis, y yo no le
hablaré del chablis, desde luego, no ahora. Sabe que tenemos recuerdos
comunes, que tal vez hayamos coincidido en algún lugar, sin conocernos. Él
estaba en el maquis, en Semur, cuando Julien y yo fuimos a llevarles armas,
después del golpe de la serrería, en Semur. Él quisiera que evocásemos
recuerdos comunes. Son recuerdos serios, como los viñedos y el trabajo en las
viñas. Recuerdos sólidos. Quién sabe, ¿tendrá miedo de estar solo, de repente?
No lo creo. Al menos, todavía no. Es mi soledad, sin duda, lo que le da miedo.
Ha creído que yo flaqueaba, de repente, ante este paisaje dorado sobre fondo
blanco. Ha creído que este paisaje me había afectado en algún punto flaco, y
que yo cedía, que me enternecía de repente. Ha tenido miedo de dejarme solo, el
chico de Semur. Me ofrece el recuerdo del chablis, quiere que bebamos juntos el
vino nuevo de los recuerdos comunes. La espera en el bosque, con
los de las SS emboscados en las carreteras, después del golpe de la serrería.
Las salidas nocturnas en Citroen con los cristales rotos, con las metralletas
apuntando a la sombra. Recuerdos de hombre, vamos.
Pero no, hijo, no vacilo. No tomes a mal mi
silencio. Dentro de un rato hablaremos. Era hermoso Semur, en septiembre. Hablaremos
de Semur. Además, hay algo que no te he contado todavía. A Juhen le fastidiaba
haber perdido la moto. Una Gnóme et Rhóne potente y casi nueva. Se quedó en la
serrería aquella noche, cuando los de las SS llegaron en tromba y tuvisteis que
echaros al monte, a las alturas boscosas. A Julien le fastidiaba haber perdido
la moto, y fuimos a por ella. Los alemanes habían instalado un puesto encima de
la serrería, al otro lado del agua. Fuimos en pleno día y nos colamos en los
cobertizos por entre los montones de leña. Allí estaba la moto, oculta bajo
unas lonas, con el depósito lleno de gasolina hasta la mitad. La empujamos
hasta ¡a carretera. Los alemanes, claro está, iban a reaccionar al oír el ruido
del arranque. Había un tramo de carretera con un fuerte declive, totalmente al
descubierto. Los alemanes, desde lo alto de su observatorio, iban a disparar
sobre nosotros como en una feria. Pero Julien estaba muy apegado a esa moto, se
empeñó en recuperarla a toda costa. Ya te contaré esta historia dentro de un
rato, te alegrará saber que no se perdió la moto. La llevamos hasta el maquis
del «Tabou», en las alturas de Larrey, entre Laignes y Chátillon. Pero no te
contaré la muerte de Julien. ¿Para qué contártela? De todos modos, todavía no
sé sí ha muerto julien. Julien no ha muerto, todavía, va en la moto conmigo,
nos largamos hacia Laignes bajo el soí del otoño, y aquella moto fantasma por
los caminos otoñales trastorna a las patrullas de la Feld,[1]*
ellos disparan a ciegas al ruido fantasmal de la moto por las carreteras doradas de
otoño. No te contaré la muerte de Julien, tendría demasiadas muertes que
contar. Incluso tú morirás, antes de que acabe este viaje. No podré contarte
cómo murió Julien, no lo sé aún, y tú habrás muerto antes del final de este
viaje. Antes de que regresemos de este viaje. Aunque estuviéramos todos muertos
en este vagón, muertos apiñados de pie, ciento veinte en este vagón, el valle
del Mosela, de todas formas, seguiría ahí, ante nuestras miradas muertas. No
quiero distraerme de esta certeza fundamental. Abro los ojos. Aquí está el
valle labrado por un trabajo secular, con los viñedos escalonados por los
ribazos, bajo una fina capa de nieve resquebrajada, estriada por vetas
parduzcas. Mi mirada no es nada sin este paisaje. Sin este paisaje yo estaría
ciego. Mi mirada no descubre este paisaje, es revelada por él. Es la luz de
este paisaje la que inventa mi mirada. La historia de este paisaje, la larga
historia de la creación de este paisaje por el trabajo de los viñadores del
Mosela, es la que da a mi mirada, a todo mi ser, su consistencia real, su
densidad. Cierro los ojos. Sólo queda el ruido monótono de las ruedas en los
raíles. Sólo permanece esta realidad ausente del Mosela, ausente de mí, pero
presente en sí misma, tal como en sí misma la hicieron los viñadores del
Mosela. Abro los ojos, los cierro, mi vida no es más que un parpadeo.
-¿Estás viendo visiones? -dice el chico de
Semur.
-No -digo-, no exactamente.
-Pues lo parece, sin embargo. Parece que no
crees en lo que ves.
-Desde luego que sí.
-O que te vas a desmayar.
Me mira con desconfianza.
-No te preocupes.
-¿Resistes? -me pregunta.
-Aguanto, te lo juro. En realidad, aguanto
bien.
De repente se oyen gritos, aullidos, en el
vagón. Un empujón brutal de toda la masa inerte de los cuerpos amontonados nos
pega literalmente a la pared del vagón. Nuestras caras rozan el alambre de
espino que cubre las aberturas de ventilación. Miramos el valle del Mosela.
-Está bien labrada esta tierra -dice el chico
de Semur.
Contemplo la tierra bien labrada.
-Claro que no es como en mi tierra -dice-,
pero está bien trabajada.
-Los viñadores son los viñadores.
Vuelve ligeramente la cabeza hacía mí, y se
burla.
-¡Cuántas cosas sabes! -me dice.
-Quiero decir...
-Claro -dice, impaciente-, quieres decir,
está claro lo que quieres decir.
-¿Dices que su vino no es tan bueno como el
chabíis?
Me mira de reojo. Debe de pensar que mi
pregunta es una trampa. Me encuentra muy complicado, el chico de Semur. Pero no
es una trampa. Es una pregunta para reanudar el hilo de cuatro días y tres
noches de conversación. No conozco todavía el vino del Mosela. No lo probé hasta
más tarde, en Eisenach. Cuando volvimos de este viaje. En un hotel de
Eisenach, donde estaba instalado el centro de repatriación. Fue una noche
curiosa, la primera de la repatriación. Para vomitar. En realidad, nos sentíamos
más bien desplazados. Tal vez era necesaria aquella cura de inadaptación, para
acostumbrarnos al mundo otra vez. Un hotel de Eisenach, con oficíales
americanos del III Ejército, franceses e ingleses de las misiones militares
enviadas al campo. El personal alemán, todos viejos disfrazados de maítres y
camareros. Y chicas. Muchas chicas alemanas, francesas, austríacas, polacas,
qué sé yo. Una velada como es debido, en el fondo muy normal, cada cual
desempeñando su papel y cumpliendo con su oficio. Los oficíales americanos
mascando su chicle y hablando entre sí, bebiendo sin parar del gollete de
sus botellas de whisky. Los oficiales ingleses, con aire aburrido, solitarios,
por encontrarse en el continente, en medio de esta promiscuidad. Los oficiales
franceses, rodeados de chicas, apañándoselas muy bien para hacerse entender
por todas esas chicas de diversos orígenes. Cada cual cumplía su papel. Los
maítres alemanes cumplían con su oficio de maítres alemanes. Las chicas de
procedencias diversas cumplían con su oficio de chicas de diversas procedencias.
Y nosotros, con el de supervivientes de los campos de la muerte. Algo
desplazados, claro está, pero muy dignos, con el cráneo afeitado, los
pantalones de tela rayada enfundados en las botas que habíamos recuperado en
los almacenes de las SS. Desplazados, pera muy como es debido, contando
nuestras anécdotas a esos oficiales franceses que metían mano a las chicas.
Nuestros ridículos recuerdos de hornos crematorios y de formaciones
interminables bajo la nieve. Después, nos sentamos en torno a una mesa, para
cenar. Había sobre la mesa un mantel blanco, cubiertos para pescado, para
carne, de postre. Vasos de formas y colores distintos, para el vino blanco,
para el tinto, para agua. Nos habíamos reído tontamente al ver aquellas cosas
inhabituales. Y bebimos vino del Mosela. Este vino del Mosela no era tan bueno
como el chablis, pero era vino del Mosela.
Repito mi pregunta, que no es una trampa. Aún
no he bebido el vino del Mosela.
"Año 1943. En un vetusto
vagón de mercancías precintado, ciento veinte deportados cruzan las tierras
francesas camino de un campo de concentración. Es un viaje claustrofóbico,
vejatorio: los cuerpos hacinados caen de agotamiento, uno pierde la cuenta de
los días que lleva allí, y ni siquiera sabe dónde ni cuándo acabará. Y, no
obstante, a veces, una simple palabra que pronuncia un compañero despierta toda
clase de recuerdos, apenas lo único que queda en esos momentos. Así, mediante
saltos al pasado, pero también al futuro, Semprún escribe los
itinerarios de esas vidas atrapadas (algunas truncadas para siempre, otras
milagrosamente preservadas) por el torbellino fatal de la historia".
Jorge Semprún
"Semprún pertenecía a una
familia de clase alta. Por parte de su madre, Susana Maura Gamazo (muerta en
1931), era nieto del político conservador Antonio Maura, cinco
veces Presidente del Gobierno durante el reinado de Alfonso
XIII. Su padre fue el intelectual republicano José María Semprún y Gurrea,
profesor y jurista, gobernador civil de provincia al comienzo de la República.
Por la rama paterna era sobrino-nieto del que fuera alcalde de Madrid y
Valladolid Manuel de Semprún y Pombo, del que fuera senador del Reino José
María de Semprún y Pombo y de la hermana de los anteriores, Clotilde de Semprún
y Pombo (condesa de Cabarrús y vizcondesa de Rambouillet por matrimonio con
Cipriano Fernández de Angulo y de Cabarrús). Era, por tanto, bisnieto del que
fuera senador electo y vitalicio, así como vicecónsul de Portugal, José María
de Semprún y Álvarez de Velasco (casado con Carmen Pombo Fernández de
Bustamante), sobrino-tataranieto de Juan Pombo Conejo (I Marqués de Casa-Pombo)
y primo-segundo del que fuera alcalde de Valladolid entre los años 1957–1961
José Luis Gutiérrez de Semprún.
En 1939, después de
la Guerra Civil Española, pasada en La Haya, donde su padre
era Embajador de España, su familia se trasladó a París, donde, desde
1941, Jorge cursó estudios de Filosofía en la Universidad de La Sorbona.
Durante la Segunda Guerra
Mundial, ocupada Francia por la Alemania nazi, combatió entre los
partisanos de la Resistencia, como muchos otros españoles refugiados
en Francia después de la Guerra Civil. Se afilió
en 1942 al Partido Comunista de España (PCE). En 1943,
tras ser denunciado, fue detenido, torturado y posteriormente deportado
al campo de concentración de Buchenwald, estancia que marcaría su
posterior experiencia literaria y política. De hecho, recogerá en varios
de sus libros su trabajo en la administración del campo. Tras su liberación,
fue recibido como un héroe en París, donde fijó su residencia".
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