Prólogo de Gabriel García Márquez, Relato de un náufrago (Bogotá, 1955 - Barcelona, 1970)
La historia de esta historia
El 28
de febrero de 1955 se conoció la noticia de que ocho miembros de la tripulación
del destructor Caldas, de la Marina
de Guerra de Colombia, habían caído al agua y desaparecido a causa de una tormenta
en el mar Caribe. La nave viajaba desde Mobile, Estados Unidos, donde había
sido sometida a reparaciones, hacia el puerto colombiano de Cartagena, adonde
llegó sin retraso dos horas después de la tragedia. La búsqueda de los
náufragos se inició de inmediato, con la colaboración de las fuerzas norteamericanas
del Canal de Panamá, que hacen oficios de control militar y otras obras de
caridad en el sur del Caribe. Al cabo de cuatro días se desistió de la
búsqueda, y los marineros perdidos fueron declarados oficialmente muertos. Una
semana más tarde, sin embargo, uno de ellos apareció moribundo en una playa
desierta del norte de Colombia, después de permanecer diez días sin comer ni
beber en una balsa a la deriva. Se llamaba Luis Alejandro Velasco. Este libro
es la reconstrucción periodística de lo que él me contó, tal como fue publicada
un mes después del desastre por el diario El
Espectador de Bogotá.
Lo que no sabíamos ni el náufrago ni yo cuando tratábamos de
reconstruir minuto a minuto su aventura, era que aquel rastreo agotador había
de conducirnos a una nueva aventura que causó un cierto revuelo en el país, que
a él le costó su gloria y su carrera y que a mí pudo costarme el pellejo.
Colombia estaba entonces bajo la dictadura militar y folklórica del general
Gustavo Rojas Pinilla, cuyas dos hazañas más memorables fueron una matanza de
estudiantes en el centro de la capital cuando el ejército desbarató a balazos
una manifestación pacífica, y el asesinato por la policía secreta de un número
nunca establecido de taurófilos dominicales, que abucheaban a la hija del
dictador en la plaza de toros. La prensa estaba censurada, y el problema diario
de los periódicos de oposición era encontrar asuntos sin gérmenes políticos
para entretener a los lectores. En El
Espectador, los encargados de ese honorable trabajo de panadería éramos Guillermo
Cano, director; José Salgar, jefe de redacción, y yo, reportero de planta.
Ninguno era mayor de treinta años.
Cuando Luis Alejandro Velasco llegó por sus propios pies a
preguntarnos cuánto le pagábamos por su cuento, lo recibimos como lo que era:
una noticia refrita. Las fuerzas armadas lo habían secuestrado varias semanas
en un hospital naval, y sólo había podido hablar con los periodistas del
régimen, y con uno de oposición que se había disfrazado de médico. El cuento
había sido contado a pedazos muchas veces, estaba manoseado y pervertido, y los
lectores parecían hartos de un héroe que se alquilaba para anunciar relojes,
porque el suyo no se atrasó a la intemperie; que aparecía en anuncios de
zapatos, porque los suyos eran tan fuertes que no los pudo desgarrar para
comérselos, y en otras muchas porquerías de publicidad. Había sido condecorado,
había hecho discursos patrióticos por radio, lo habían mostrado en la televisión
como ejemplo de las generaciones futuras, y lo habían paseado entre flores y
músicas por medio país para que firmara autógrafos y lo besaran las reinas de
la belleza. Había recaudado una pequeña fortuna. Si venía a nosotros sin que lo
llamáramos, después de haberlo buscado tanto, era previsible que ya no tenía
mucho que contar, que sería capaz de inventar cualquier cosa por dinero, y que
el gobierno le había señalado muy bien los límites de su declaración. Lo
mandamos por donde vino. De pronto, al impulso de una corazonada, Guillermo
Cano lo alcanzó en las escaleras, aceptó el trato, y me lo puso en las manos.
Fue como si me hubiera dado una bomba de relojería.
Mi primera sorpresa fue que aquel muchacho de veinte años, macizo,
con más cara de trompetista que de héroe de la patria, tenía un instinto
excepcional del arte de narrar, una capacidad de síntesis y una memoria
asombrosas, y bastante dignidad silvestre como para sonreírse de su propio
heroísmo. En veinte sesiones de seis horas diarias, durante las cuales yo
tomaba notas y soltaba preguntas tramposas para detectar sus contradicciones,
logramos reconstruir el relato compacto y verídico de sus diez días en el mar.
Era tan minucioso y apasionante, que mi único problema literario sería
conseguir que el lector lo creyera. No fue sólo por eso, sino también porque
nos pareció justo, que acordamos escribirlo en primera persona y firmado por
él. Ésta es, en realidad, la primera vez que mi nombre aparece vinculado a este
texto.
La segunda sorpresa, que fue la mejor, la tuve al cuarto día de trabajo,
cuando le pedí a Luis Alejandro Velasco que me describiera la tormenta que
ocasionó el desastre. Consciente de que la declaración valía su peso en oro, me
replicó, con una sonrisa: «Es que no había tormenta». Así era: los servicios
meteorológicos nos confirmaron que aquél había sido uno más de los febreros
mansos y diáfanos del Caribe. La verdad, nunca publicada hasta entonces, era
que la nave dio un bandazo por el viento en la mar gruesa, se soltó la carga
mal estibada en cubierta, y los ocho marineros cayeron al mar. Esa revelación
implicaba tres faltas enormes: primero, estaba prohibido transportar carga en
un destructor; segundo, fue a causa del sobrepeso que la nave no pudo maniobrar
para rescatar a los náufragos, y tercero, era carga de contrabando: neveras,
televisores, lavadoras. Estaba claro que el relato, como el destructor, llevaba
también mal amarrada una carga política y moral que no habíamos previsto.
La historia, dividida en episodios, se publicó en catorce días
consecutivos. El propio gobierno celebró al principio la consagración literaria
de su héroe. Luego, cuando se publicó la verdad, habría sido una trastada
política impedir que se continuara la serie: la circulación del periódico
estaba casi doblada, y había frente al edificio una rebatiña de lectores que
compraban los números atrasados para conservar la colección completa. La
dictadura, de acuerdo con una tradición muy propia de los gobiernos
colombianos, se conformó con remendar la verdad con la retórica: desmintió en
un comunicado solemne que el destructor llevara mercancía de contrabando.
Buscando el modo de sustentar nuestros cargos, le pedimos a Luis Alejandro
Velasco la lista de sus compañeros de tripulación que tuvieran cámaras fotográficas.
Aunque muchos pasaban vacaciones en distintos lugares del país, logramos
encontrarlos para comprar las fotos que habían tomado durante el viaje. Una
semana después de publicado en episodios, apareció el relato completo en un
suplemento especial, ilustrado con las fotos compradas a los marineros. Al
fondo de los grupos de amigos en alta mar, se veían sin la menor posibilidad de
equívocos, inclusive con sus marcas de fábrica, las cajas de mercancía de
contrabando. La dictadura acusó el golpe con una serie de represalias drásticas
que habían de culminar, meses después, con la clausura del periódico.
A pesar de las presiones, las amenazas y las más
seductoras tentativas de soborno, Luis Alejandro Velasco no desmintió una línea
del relato. Tuvo que abandonar la Marina, que era el único trabajo que sabía
hacer, y se desbarrancó en el olvido de la vida común. Antes de dos años cayó
la dictadura y Colombia quedó a merced de otros regímenes mejor vestidos pero
no mucho más justos, mientras yo iniciaba en París este exilio errante y un
poco nostálgico que tanto se parece también a una balsa a la deriva [...].Final de la autobiografía de García Márquez, Vivir para contarla (2002)
No
eran los mejores tiempos para soñar. Desde el relato del náufrago me habían
aconsejado que permaneciera un tiempo fuera de Colombia mientras se aliviaba la
situación por las amenazas de muerte, reales o ficticias, que nos llegaban por
diversos medios. Fue lo primero en que pensé cuando Luis Gabriel Cano me
preguntó sin preámbulos qué pensaba hacer el miércoles próximo. Como no tenía
ningún plan me dijo con su flema de costumbre que preparara mis papeles para
viajar como enviado especial del periódico a la Conferencia de los Cuatro Grandes,
que se reunía la semana siguiente en Ginebra.
Lo
primero que hice fue llamar por teléfono a mi madre. La noticia le pareció tan
grande que me preguntó si me refería a alguna finca que se llamaba Ginebra. «Es
una ciudad de Suiza», le dije. Sin inmutarse, con su serenidad interminable
para asimilar los estropicios menos pensados de sus hijos, me preguntó hasta
cuándo estaría allá, y le contesté que volvería a más tardar en dos semanas. En
realidad iba sólo por los cuatro días que duraba la reunión. Sin embargo, por
razones que no tuvieron nada que ver con mi voluntad, no me demoré dos semanas
sino casi tres años. Entonces era yo quien necesitaba el bote de remos aunque
sólo fuera para comer una vez al día, pero me cuidé bien de que no lo supiera
la familia. Alguien pretendió en alguna ocasión perturbar a mi madre con la
perfidia de que su hijo vivía como un príncipe en París después de engañarla
con el cuento de que sólo estaría allá dos semanas.
-Gabito
no engaña a nadie -le dijo ella con una sonrisa inocente-, lo que pasa es que a
veces hasta Dios tiene que hacer semanas de dos años.
Nunca
había caído en la cuenta de que era un indocumentado tan real como los millones
desplazados por la violencia. No había votado nunca por falta de una cédula de
ciudadanía. En Barranquilla me identificaba con mi credencial de redactor de El
Heraldo, donde tenía una falsa fecha de nacimiento para eludir el servicio
militar, del cual era infractor desde hacía dos años. En casos de emergencia me
identificaba con una tarjeta postal que me dio la telegrafista de Zipaquirá. Un
amigo providencial me puso en contacto con el gestor de una agencia de viajes
que se comprometió a embarcarme en el avión en la fecha indicada, mediante el
pago adelantado de doscientos dólares y mi firma al calce de diez hojas en
blanco de papel sellado. Así me enteré por carambola de que mi saldo bancario
era una cantidad sorprendente que no había tenido tiempo de gastarme por mis
afanes de reportero. El único gasto, aparte de los míos personales que no
sobrepasaban los de un estudiante pobre, era el envío mensual del bote de remos
para la familia.
La
víspera del vuelo, el gestor de la agencia de viajes cantó frente a mí el
nombre de cada documento a medida que los ponía sobre el escritorio para que no
los confundiera: la cédula de identidad, la libreta militar, los recibos de paz
y salvo con la oficina de impuestos y los certificados de vacuna contra la
viruela y la fiebre amarilla. Al final me pidió una propina adicional para el
muchacho escuálido que se había vacunado las dos veces a nombre mío, como se
vacunaba a diario desde hacía años para los clientes apresurados.
Viajé
a Ginebra con el tiempo justo para la conferencia inaugural de Eisenhower,
Bulganin, Edén y Faure, sin más idiomas que el castellano y viáticos para un
hotel de tercera clase, pero bien respaldado por mis reservas bancarias. El
regreso estaba previsto para unas cinco semanas, pero no sé por qué rara
premonición repartí entre los amigos todo lo que era mío en el apartamento,
incluida una estupenda biblioteca de cine que había reunido en dos años con la
asesoría de Alvaro Cepeda y Luis Vicens [...].
Horas
después, en el taxi que me llevaba al aeropuerto de Barranquilla bajo el
ingrato cielo más transparente que ningún otro del mundo, caí en la cuenta de
que estaba en la avenida Veinte de Julio. Por un reflejo que ya formaba parte
de mi vida desde hacía cinco años miré hacia la casa de Mercedes Barcha. Y allí
estaba, como una estatua sentada en el portal, esbelta y lejana, y puntual en
la moda del año con un vestido verde de encajes dorados, el cabello cortado
como alas de golondrinas y la quietud intensa de quien espera a alguien que no
ha de llegar. No pude eludir el frémito de que iba a perderla para siempre un
jueves de julio a una hora tan temprana, y por un instante pensé en parar el
taxi para despedirme, pero preferí no desafiar una vez más a un destino tan
incierto y persistente como el mío.
En
el avión en vuelo seguía castigado por los retortijones del arrepentimiento.
Existía entonces la buena costumbre de poner en el respaldo del asiento
delantero algo que en buen romance todavía se llamaba recado de escribir. Una
hoja de esquela con ribetes dorados y su cubierta del mismo papel de lino rosa,
crema o azul, y a veces perfumado. En mis pocos viajes anteriores los había
usado para escribir poemas de adioses que convertía en palomitas de papel y las
echaba al vuelo al bajar del avión. Escogí uno azul celeste y le escribí mi
primera carta formal a Mercedes sentada en el portal de su casa a las siete de
la mañana, con el traje verde de novia sin dueño y el cabello de golondrina
incierta, sin sospechar siquiera para quién se había vestido al amanecer. Le
había escrito otras notas de juguete que improvisaba al azar y sólo recibía
respuestas verbales y siempre elusivas cuando nos encontrábamos por casualidad.
Aquéllas no pretendían ser más que cinco líneas para darle la noticia oficial
de mi viaje. Sin embargo, al final agregué una posdata que me cegó como un
relámpago al mediodía en el instante de firmar: «Si no recibo contestación a
esta carta antes de un mes, me quedaré a vivir para siempre en Europa». Me
permití apenas el tiempo para pensarlo otra vez antes de echar la carta a las
dos de la madrugada en el buzón del desolado aeropuerto de Montego Bay. Ya era
viernes. El jueves de la semana siguiente, cuando entré en el hotel de Ginebra
al cabo de otra jornada inútil de desacuerdos internacionales, encontré la
carta de respuesta.
FIN
Tema: Cuenta su propia historia en forma de no vela
ResponderEliminarResumen: Cuenta las aventuras que tuvo que sufrir y el viaje que tuvo que hacer para que no lo mataran el viaje fue a Europa y le escribía cartas a su novia desde allí
Relato de un náufrago
EliminarAutor: Gabriel García Márquez
Género: Novelas, Ficción y Literatura, Clásico latinoamericanos.
Resumen: EL 28 de febrero de 1955 cunde la noticia de que una tormenta en el mar Caribe ha hecho naufragar al destructor de Caldas, de la marina de Guerra Colombia. Pero a pesar del esfuerzo al cabo de unos días se declara la muerte de los marineros.
Sin embargo, una semana después aparece uno de ellos vivo, el único superviviente. Es Luis Alejandro Velasco, que ha permanecido diez días sin comer ni beber a la deriva.
Mas tarde un periodista cuenta la historia de el joven.