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lunes, 29 de abril de 2013

Autobiografia de Ramón J Sénder

Hola me llamo Ramón J Sénder nací en Chalamera (Aragon) el 3 de febrero de 1901 me fui a madrid en 1918 donde publique mi primer cuento mientras estudiaba en la universidad. Al cumplir los 21 años en 1922 me ingresaron en el ejercito y cuando termine yo seguia militando el anarquismo y con 26 años me metieron preso en la carcel por mis actividades contra el general Primo de Rivera. Cuando sali intente meterme en el ejercito anarquista pero no me dejaron mataron a mi mujer fusilada y cuando cayo Barcelona en 1938 me fui exiliado a Mexico con mis dos hijos. Alli en Mexico vivi hasta 1942 año en el me traslade a Estados Unidos donde fui profesor de Lengua y Literatura, me volvi a casar y tuve dos hijos mas pero le fui infiel a mi mujer y la familia se disolvio volvi a España para recibir el Premio Planeta y al final vivi en San Diego (Estados Unidos) hasta el final

martes, 9 de abril de 2013

Jorge Semprún: inicio de "El largo viaje"



Este hacinamiento de cuerpos en el vagón, este pun­zante dolor en la rodilla derecha. Días, noches. Hago un esfuerzo e intento contar los días, contar las noches. Tal vez esto me ayude a ver claro. Cuatro días, cinco noches. Pero habré contado mal, o es que hay días que se han convertido en noches. Me sobran noches; noches de sal­do. Una mañana, claro está, fue una mañana cuando co­menzó este viaje. Aquel día entero. Después, una noche. Levanto el dedo pulgar en la penumbra del vagón. Mi pulgar por aquella noche. Otra jornada después. Aún se­guíamos en Francia y el tren apenas se movió. En ocasio­nes, oíamos las voces de los ferroviarios, por encima del ruido de botas de los centinelas. Olvídate de aquel día, fue una desesperación. Otra noche. Yergo en la penumbra un segundo dedo. Tercer día. Otra noche. Tres dedos de mi mano izquierda. Y el día en que estamos. Cuatro días, pues, y tres noches. Avanzamos hacia la cuarta noche, el quinto día. Hacia la quinta noche, el sexto día. Pero ¿avan­zamos nosotros? Estamos inmóviles, hacinados unos en­cima de otros, la noche es quien avanza, la cuarta noche, hacia nuestros inmóviles cadáveres futuros. Me asalta una risotada: va a ser la Noche de los Búlgaros, de verdad.
-No te canses -dice el chico.
En el torbellino de la subida, en Compiégne, bajo los golpes y los gritos, cayó a mi lado. Parece no haber hecho otra cosa en su vida, viajar con otros ciento diecinueve tipos en un vagón de mercancías cerrado con candados. «La ventana», dijo escuetamente. En tres zancadas y otros tantos codazos, nos abrió paso hasta una de las ventani­llas de ventilación, atrancada con alambre de espino. «Res­pirar es lo más importante, ¿entiendes?, poder respirar.» -¿De qué te sirve reír? -dice el chico-. Cansa para nada. -Pienso en la noche que viene -le digo. -¡Qué tontería!-dice el chico-. Piensa en las noches pasadas.
-Eres la voz de la razón. -Vete a la mierda -me responde. Llevamos cuatro días y tres noches encajados el uno en el otro, su codo en mis costillas, mi codo en su estó­mago. Para que pueda colocar sus dos pies en el suelo del vagón tengo que sostenerme sobre una sola pierna. Para que yo pueda hacer lo mismo y sentir relajados los múscu­los de las pantorrillas, también él se mantiene sobre una pierna. Así ganamos algunos centímetros, y descansamos por turno.
A nuestro alrededor, todo es penumbra, con respiracio­nes jadeantes y empujones repentinos, enloquecidos, cuan­do algún tipo se derrumba. Cuando nos contaron ciento veinte ante el vagón, tuve un escalofrío, intentando imagi­nar lo que podía resultar. Es todavía peor.
Cierro los ojos, los vuelvo a abrir. No es un sueño. -¿Ves bien? -le pregunto. -Sí, ¿y qué? -dice-, es el campo. Es el campo, en efecto. El tren rueda lentamente so­bre una colina. Hay nieve, abetos altos, serenas humare­das en el cielo gris. Mira un momento. -Es el valle del Mosela. -¿Cómo puedes saberlo? -le pregunto. Me mira, pensativo, y se encoge de hombros. -¿Por dónde quieres que pasemos?
Tiene razón el chico, ¿por dónde quiere usted pasar, y para ir Dios sabe dónde? Cierro los ojos y algo canturrea suavemente en mí: valle del Mosela. Estaba perdido en la penumbra cuando he aquí que el mundo se vuelve a orga­nizar en torno a mí, en esta tarde de invierno que decae. El valle del Mosela, esto existe, debe de encontrarse en los mapas, en los atlas. En el liceo Henri IV armábamos jaleo al profesor de geografía, seguro que de allí no guardo re­cuerdo alguno del Mosela. En todo aquel año no creo ha­ber aprendido una sola lección de geografía. Bouchez me tenía una rabia mortal. ¿Cómo era posible que el primero en filosofía no se interesara por la geografía? No había re­lación alguna, claro está. Pero me tenía una rabia mortal. Sobre todo desde aquella historia de los ferrocarriles de Europa central. Me tocó el gordo, y hasta le solté los nom­bres de los trenes. Me acuerdo del Harmónica Zug, le puse entre otros el Harmónica Zug. «Buen trabajo», anotó, «pero apoyado en exceso en recuerdos personales.» Enton­ces, en plena clase, cuando nos devolvió los ejercicios, le advertí que no tenía ningún recuerdo personal de Europa central. No conozco la Europa central. Simplemente, lo saqué del diario de viaje de Barnabooth. ¿No conoce us­ted a A.O. Barnabooth, señor Bouchez? En verdad, nunca he sabido si Bouchez conocía o no a A.O. Barnabooth. Estalló y por poco me forman consejo de disciplina.
Pero he aquí el valle del Mosela. Cierro los ojos y sa­boreo esta oscuridad que me invade, esta certeza del valle del Mosela, fuera, bajo la nieve. Esta certeza deslumbran­te de matices grises, los altos abetos, los pueblos rozagan­tes, las serenas humaredas bajo el cielo invernal. Procuro mantener los ojos cerrados el mayor tiempo posible. El tren rueda despacio, con un monótono ruido de ejes. De re­pente, silba. Ha debido de desgarrar el paisaje de invierno, como ha desgarrado mi corazón. Deprisa, abro los ojos, para sorprender el paisaje, para pillarlo desprevenido. Ahí está.
Está, simplemente, no tiene otra cosa que hacer. Podría morirme ahora, de pie en el vagón atestado de futuros ca­dáveres, él seguiría ahí. El valle del Mosela estaría ahí, ante mi mirada muerta, suntuosamente hermoso como un Breughel de invierno. Podríamos morir todos, yo mis­mo y este chico de Semur-en-Auxois, y también el viejo que aullaba hace un rato sin parar, sus vecinos han debi­do de derribarle, ya no se le oye, él seguiría ahí, ante nues­tras miradas muertas. Cierro los ojos, los abro. Mi vida no es más que este parpadeo que me descubre el valle del Mo­sela. Mi vida se me ha escapado, se cierne sobre este valle de invierno, es este valle dulce y tibio en el frío del invierno.
-¿A qué juegas? -dice el chico de Semur. Me mira aten­tamente, intenta comprender-. ¿Te encuentras mal? -me pregunta.
-En absoluto -le digo-. ¿Por qué?
-Entornas los párpados como una señorita -afirma-. ¡Vaya cine!
Le dejo hablar, no quiero distraerme.
El tren tuerce por el terraplén de la vía, en la ladera de la colina. El valle se despliega. No quiero que me distrai­gan de esta tranquila alegría. El Mosela, sus ribazos, sus viñedos bajo la nieve, sus pueblos de viñadores bajo la nieve me entran por los ojos. Hay cosas, seres y objetos de los que se dice que te salen por las ventanas de la nariz. Es una expresión francesa que siempre me ha hecho gracia. Son los objetos que os estorban, los seres que os agobian, que se arrojan, metafóricamente, por las ventanas de la na­riz. Vuelven a su existencia fuera de mí, arrojados de mí, trivializados, degradados por este rechazo. Las ventanas de mi nariz se vuelven la válvula de escape de un orgullo de­saforado, los símbolos propios de una conciencia que se imagina soberana. ¿Esta mujer, este amigo, esta música? Se acabó, no se hable más, por !as ventanas de la nariz. Pero el Mosela es todo lo contrario. El Mosela me entra por los ojos, me inunda la mirada, empapa mi alma con sus aguas lentas como si fuera una esponja. Ya no soy más que este Mosela que invade mi ser por los ojos. No se me debe dis­traer de esta alegría salvaje.
-Se hace buen vino en esta tierra -dice el chico de Semur. Quiere que hablemos. No habrá adivinado que me es­toy anegando en el Mosela, pero siente que hay algo sos­pechoso en mi silencio. El chico quiere que seamos serios, no es una broma este viaje hacia un campo en Alemania, no hay por qué entornar los párpados, como un idiota, ante el Mosela. Él es de tierra de viñedos, pues se aferra a los vi­ñedos del Mosela, bajo la nieve fina y pulverizada. Es algo serio, ios viñedos, él está al tanto.
-Un vinillo blanco -dice el chico-. Aunque no tan bueno como el chabhs.
Se venga, es normal. El valle del Mosela nos ha ence­rrado en sus brazos, es la puerta del exilio, un camino sin retorno, quizá, pero su vinillo blanco no se puede compa­rar al chablis. En cierto modo es un consuelo.
Él quisiera hablar del chablis, y yo no le hablaré del chablis, desde luego, no ahora. Sabe que tenemos recuer­dos comunes, que tal vez hayamos coincidido en algún lugar, sin conocernos. Él estaba en el maquis, en Semur, cuando Julien y yo fuimos a llevarles armas, después del golpe de la serrería, en Semur. Él quisiera que evocásemos recuerdos comunes. Son recuerdos serios, como los viñe­dos y el trabajo en las viñas. Recuerdos sólidos. Quién sabe, ¿tendrá miedo de estar solo, de repente? No lo creo. Al menos, todavía no. Es mi soledad, sin duda, lo que le da miedo. Ha creído que yo flaqueaba, de repente, ante este paisaje dorado sobre fondo blanco. Ha creído que este paisaje me había afectado en algún punto flaco, y que yo cedía, que me enternecía de repente. Ha tenido miedo de dejarme solo, el chico de Semur. Me ofrece el recuerdo del chablis, quiere que bebamos juntos el vino nuevo de los recuerdos comunes. La espera en el bosque, con los de las SS emboscados en las carreteras, después del golpe de la se­rrería. Las salidas nocturnas en Citroen con los cristales rotos, con las metralletas apuntando a la sombra. Recuer­dos de hombre, vamos.
Pero no, hijo, no vacilo. No tomes a mal mi silencio. Dentro de un rato hablaremos. Era hermoso Semur, en septiembre. Hablaremos de Semur. Además, hay algo que no te he contado todavía. A Juhen le fastidiaba haber per­dido la moto. Una Gnóme et Rhóne potente y casi nueva. Se quedó en la serrería aquella noche, cuando los de las SS llegaron en tromba y tuvisteis que echaros al monte, a las alturas boscosas. A Julien le fastidiaba haber perdido la moto, y fuimos a por ella. Los alemanes habían instalado un puesto encima de la serrería, al otro lado del agua. Fui­mos en pleno día y nos colamos en los cobertizos por en­tre los montones de leña. Allí estaba la moto, oculta bajo unas lonas, con el depósito lleno de gasolina hasta la mi­tad. La empujamos hasta ¡a carretera. Los alemanes, claro está, iban a reaccionar al oír el ruido del arranque. Había un tramo de carretera con un fuerte declive, totalmente al descubierto. Los alemanes, desde lo alto de su observato­rio, iban a disparar sobre nosotros como en una feria. Pero Julien estaba muy apegado a esa moto, se empeñó en re­cuperarla a toda costa. Ya te contaré esta historia dentro de un rato, te alegrará saber que no se perdió la moto. La llevamos hasta el maquis del «Tabou», en las alturas de Larrey, entre Laignes y Chátillon. Pero no te contaré la muerte de Julien. ¿Para qué contártela? De todos modos, todavía no sé sí ha muerto julien. Julien no ha muerto, todavía, va en la moto conmigo, nos largamos hacia Laignes bajo el soí del otoño, y aquella moto fantasma por los caminos otoñales trastorna a las patrullas de la Feld,[1]* ellos disparan a ciegas al ruido fantasmal de la moto por las carreteras doradas de otoño. No te contaré la muerte de Julien, ten­dría demasiadas muertes que contar. Incluso tú morirás, antes de que acabe este viaje. No podré contarte cómo murió Julien, no lo sé aún, y tú habrás muerto antes del final de este viaje. Antes de que regresemos de este viaje. Aunque estuviéramos todos muertos en este vagón, muertos apiñados de pie, ciento veinte en este vagón, el valle del Mosela, de todas formas, seguiría ahí, ante nues­tras miradas muertas. No quiero distraerme de esta certe­za fundamental. Abro los ojos. Aquí está el valle labrado por un trabajo secular, con los viñedos escalonados por los ribazos, bajo una fina capa de nieve resquebrajada, es­triada por vetas parduzcas. Mi mirada no es nada sin este paisaje. Sin este paisaje yo estaría ciego. Mi mirada no des­cubre este paisaje, es revelada por él. Es la luz de este pai­saje la que inventa mi mirada. La historia de este paisaje, la larga historia de la creación de este paisaje por el traba­jo de los viñadores del Mosela, es la que da a mi mirada, a todo mi ser, su consistencia real, su densidad. Cierro los ojos. Sólo queda el ruido monótono de las ruedas en los raí­les. Sólo permanece esta realidad ausente del Mosela, ausen­te de mí, pero presente en sí misma, tal como en sí mis­ma la hicieron los viñadores del Mosela. Abro los ojos, los cierro, mi vida no es más que un parpadeo.
-¿Estás viendo visiones? -dice el chico de Semur.
-No -digo-, no exactamente.
-Pues lo parece, sin embargo. Parece que no crees en lo que ves.
-Desde luego que sí.
-O que te vas a desmayar.
Me mira con desconfianza.
-No te preocupes.
-¿Resistes? -me pregunta.
-Aguanto, te lo juro. En realidad, aguanto bien.

De repente se oyen gritos, aullidos, en el vagón. Un empujón brutal de toda la masa inerte de los cuerpos amontonados nos pega literalmente a la pared del vagón. Nuestras caras rozan el alambre de espino que cubre las aberturas de ventilación. Miramos el valle del Mosela.
-Está bien labrada esta tierra -dice el chico de Semur.
Contemplo la tierra bien labrada.
-Claro que no es como en mi tierra -dice-, pero está bien trabajada.
-Los viñadores son los viñadores.
Vuelve ligeramente la cabeza hacía mí, y se burla.
-¡Cuántas cosas sabes! -me dice.
-Quiero decir...
-Claro -dice, impaciente-, quieres decir, está claro lo que quieres decir.
-¿Dices que su vino no es tan bueno como el chabíis?
Me mira de reojo. Debe de pensar que mi pregunta es una trampa. Me encuentra muy complicado, el chico de Semur. Pero no es una trampa. Es una pregunta para rea­nudar el hilo de cuatro días y tres noches de conversación. No conozco todavía el vino del Mosela. No lo probé has­ta más tarde, en Eisenach. Cuando volvimos de este via­je. En un hotel de Eisenach, donde estaba instalado el centro de repatriación. Fue una noche curiosa, la primera de la repatriación. Para vomitar. En realidad, nos sentía­mos más bien desplazados. Tal vez era necesaria aquella cura de inadaptación, para acostumbrarnos al mundo otra vez. Un hotel de Eisenach, con oficíales americanos del III Ejército, franceses e ingleses de las misiones militares enviadas al campo. El personal alemán, todos viejos dis­frazados de maítres y camareros. Y chicas. Muchas chicas alemanas, francesas, austríacas, polacas, qué sé yo. Una velada como es debido, en el fondo muy normal, cada cual desempeñando su papel y cumpliendo con su oficio. Los oficíales americanos mascando su chicle y hablando entre sí, bebiendo sin parar del gollete de sus botellas de whisky. Los oficiales ingleses, con aire aburrido, solitarios, por encontrarse en el continente, en medio de esta promis­cuidad. Los oficiales franceses, rodeados de chicas, apa­ñándoselas muy bien para hacerse entender por todas esas chicas de diversos orígenes. Cada cual cumplía su papel. Los maítres alemanes cumplían con su oficio de maítres alemanes. Las chicas de procedencias diversas cumplían con su oficio de chicas de diversas procedencias. Y noso­tros, con el de supervivientes de los campos de la muer­te. Algo desplazados, claro está, pero muy dignos, con el cráneo afeitado, los pantalones de tela rayada enfundados en las botas que habíamos recuperado en los almacenes de las SS. Desplazados, pera muy como es debido, contan­do nuestras anécdotas a esos oficiales franceses que me­tían mano a las chicas. Nuestros ridículos recuerdos de hornos crematorios y de formaciones interminables bajo la nieve. Después, nos sentamos en torno a una mesa, para cenar. Había sobre la mesa un mantel blanco, cubiertos para pescado, para carne, de postre. Vasos de formas y colores distintos, para el vino blanco, para el tinto, para agua. Nos habíamos reído tontamente al ver aquellas co­sas inhabituales. Y bebimos vino del Mosela. Este vino del Mosela no era tan bueno como el chablis, pero era vino del Mosela.
Repito mi pregunta, que no es una trampa. Aún no he bebido el vino del Mosela.



[1] * Feld (Feldgendarmerie): Servicio  de Policía alemán. (N de los T.)



"Año 1943. En un vetusto vagón de mercancías precintado, ciento veinte deportados cruzan las tierras francesas camino de un campo de concentración. Es un viaje claustrofóbico, vejatorio: los cuerpos hacinados caen de agotamiento, uno pierde la cuenta de los días que lleva allí, y ni siquiera sabe dónde ni cuándo acabará. Y, no obstante, a veces, una simple palabra que pronuncia un compañero despierta toda clase de recuerdos, apenas lo único que queda en esos momentos. Así, mediante saltos al pasado, pero también al futuro, Semprún escribe los itinerarios de esas vidas atrapadas (algunas truncadas para siempre, otras milagrosamente preservadas) por el torbellino fatal de la historia".

  

Jorge Semprún

"Semprún pertenecía a una familia de clase alta. Por parte de su madre, Susana Maura Gamazo (muerta en 1931), era nieto del político conservador Antonio Maura, cinco veces Presidente del Gobierno durante el reinado de Alfonso XIII. Su padre fue el intelectual republicano José María Semprún y Gurrea, profesor y jurista, gobernador civil de provincia al comienzo de la República. Por la rama paterna era sobrino-nieto del que fuera alcalde de Madrid y Valladolid Manuel de Semprún y Pombo, del que fuera senador del Reino José María de Semprún y Pombo y de la hermana de los anteriores, Clotilde de Semprún y Pombo (condesa de Cabarrús y vizcondesa de Rambouillet por matrimonio con Cipriano Fernández de Angulo y de Cabarrús). Era, por tanto, bisnieto del que fuera senador electo y vitalicio, así como vicecónsul de Portugal, José María de Semprún y Álvarez de Velasco (casado con Carmen Pombo Fernández de Bustamante), sobrino-tataranieto de Juan Pombo Conejo (I Marqués de Casa-Pombo) y primo-segundo del que fuera alcalde de Valladolid entre los años 1957–1961 José Luis Gutiérrez de Semprún.
En 1939, después de la Guerra Civil Española, pasada en La Haya, donde su padre era Embajador de España, su familia se trasladó a París, donde, desde 1941, Jorge cursó estudios de Filosofía en la Universidad de La Sorbona.
Durante la Segunda Guerra Mundial, ocupada Francia por la Alemania nazi, combatió entre los partisanos de la Resistencia, como muchos otros españoles refugiados en Francia después de la Guerra Civil. Se afilió en 1942 al Partido Comunista de España (PCE). En 1943, tras ser denunciado, fue detenido, torturado y posteriormente deportado al campo de concentración de Buchenwald, estancia que marcaría su posterior experiencia literaria y política. De hecho, recogerá en varios de sus libros su trabajo en la administración del campo. Tras su liberación, fue recibido como un héroe en París, donde fijó su residencia".



miércoles, 3 de abril de 2013

Lecturas del tercer trimestre: (auto)biografías del exilio y el regreso


1) Rafael Alberti, La arboleda perdida
2) Pablo Neruda, Confieso que he vivido
Esteban
3) Jorge Semprún, El largo viaje
Javier
4) Carmen Laforet, Nada / Una mujer nueva
Marysabel
5) Ramón J. Sénder, Réquiem por un campesino español
Rafael
6) Javier Cercas, Soldados de Salamina
Kevin
7) Gabriel García Márquez, Vivir para contarla.
Raquel

Podéis encontrarlas en la Biblioteca o en la carpeta de Dropbox.



domingo, 4 de noviembre de 2012

Lectura recomendada del trimestre: Rimas y Leyendas


Durante el primer trimestre vamos a leer la obra Rimas y leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer. Tenemos que elegir una rima y una leyenda para realizar sendos comentarios. 

Introducción

Las Rimas de Bécquer fueron recogidas y editadas por su amigo Augusto Ferrán, con el que compartía su amor por la lírica popular en la cultura oral y, concretamente, por el flamenco. 
Bécquer comparte la expresividad sencilla del gusto popular, pero se hace cargo de la tradición literaria y, sobre todo, la herencia del Romanticismo en su dimensión más íntima y personal: los poetas anglosajones (Wordsworth, Keats), el romántico y revolucionario alemán Heinrich Heine, los españoles Espronceda y Zorrilla.
Las Leyendas no son fábulas medievales, aunque se inspiren en tradiciones de la fantasía popular, asociadas a ciudades y lugares hispánicos: Toledo, Sevilla, Soria, etc.
Para que nos demos cuenta de su modernidad basta compararlas con la pervivencia del terror gótico en la narrativa actual: literatura, cine, videojuegos, etc. Bécquer crea ficciones morbosas que pretenden provocar emociones intensas en los lectores. No por casualidad se difundieron a través de revistas y periódicos; le servían para ganarse el sustento. Así pues, se adaptan al gusto potencial de un público amplio.
Para leer la obra basta con visitar cualquiera de las bibliotecas digitales de literatura hispánica: p. ej. la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. No obstante, podéis descargar el texto desde la plataforma educativa del IES.



Estructura del comentario

Como podéis comprobar, la estructura del comentario es la misma que para cualquier texto, con ligeras variantes:
1) Comentario literario
1.1. Tema
1.2. Resumen
(Los puntos 1.3 y 1.4. pueden unirse en el comentario)
1.3. Género literario (lírica o narrativa) y tipos de texto que se utilizan: narración, descripción, diálogo, exposición, argumentación.
1.4. Organización del texto, según su género: lírico o narrativo.
- Rima: métrica, tipo de estrofa y símbolos principales.
- Leyenda: planteamiento, nudo y desenlace.
1.5. Recursos literarios, según su género.
- Rima: léxico y metáforas (u otras figuras).
- Leyenda: personajes, marco espacial y temporal, narrador, estilo directo e indirecto.
2) Comentario crítico
2.1. Biografía del autor en relación con el texto comentado.
- Relación entre su vida y su obra.
2.2. Características del Romanticismo en el texto comentado.
- Rasgos estéticos del movimiento romántico que aparecen en la obra.
2.3. Intención e ideas del autor.
2.4. Postura personal del comentarista sobre el tema principal.
2.5. Actualidad del tema tratado: ¿siguen vigentes las ideas y emociones del autor en nuestra época? ¿En qué hemos cambiado?

jueves, 31 de mayo de 2012

La Narrativa desde 1975

      La recuperación de la trama argumental es el rasgo que más se nota en novelas y obras teatrales de esta época.

      En la novela, el autor debe considerar verdaderos los hechos ficticios, como ocurría en la narrativa tradicional, por lo que el intimismo y cierto existencialismo son comunes a estos relatos.

      Por ello tienes mas en cuenta la apariencia de la realidad que las peripecias de los personajes. Normalmente se ambientan en lugares exóticos o sitúan sus argumentos en épocas pasadas.

      En la novela contemporánea se percibe un cierto romanticismo, con temas como la muerte o el amor, con lo que el autor intenta expresar que los personajes se encuentran indecisos e incapaces de comprender el mundo.

      Aquí tenemos algunos de los autores mas conocidos:

    Julio Llamazares:

   Este autor expresa la soledad del hombre en la civilización moderna y la nostalgia por valores que se pierden con la desaparición de la cultura del mundo rural: Luna de lobos

      Javier Marías:

 

   Va evolucionando desde el vanguardismo de los sesenta a la narratividad y el gusto por contar historias de décadas posteriores, cuyos personajes tienen una vida interior rica. Su pasado se explora mediantes la indagación en su memoria. Corazón tan blanco

 

    Eduardo Mendoza:

 

  Destaca por su manejo de los diversos ingredientes novelísticos y el subgénero narrativo popular en novelas como La verdad sobre el caso Savolta. Un reciente éxito es La aventura del tocador de señoras


   José María Merino
:

   Conjunta en sus relatos el gusto por narrar con la experimentación técnica. El caldero de oro.

   Antonio Muñoz Molina:

 

   Sobresale por la hábil construcción de sus relatos, de estética realista, intriga atrayente y acción sostenida. El jinete polaco

    Javier Tomeo:

 

    Aúna en sus novelas el humor, el ingenio y el gusto por lo irónico y extraño: El cantante de boleros.

 

viernes, 25 de mayo de 2012

La novela española en los años 60

1. Contexto histórico


 
En 1957 entran en el gobierno los llamados ministros tecnócratas del Opus Dei que decidirán en lo sucesivo la occidentalización y liberalización de la economía española, sobre todo a partir del Plan de Estabilización de 1959. España sale definitivamente de la autarquía económica y se convierte en un país industrial, si bien la demanda de trabajo provoca una emigración masiva de españoles a Europa. El turismo conoce una expansión espectacular y la Ley de Prensa de 1966 supone una cierta apertura informativa y relajación de la censura.

 

 

 
Además de la tradicional oposición de comunistas, socialistas y demócratas, el franquismo se va a enfrentar a la desafección de la Iglesia. A partir del Concilio Vaticano II (1961-1965), tanto el liberalismo como el socialismo se convierten en interlocutores de los jóvenes cristianos; un diálogo cuyo fin último se orienta a acabar con la Dictadura y admitir una sociedad plural con un régimen parangonable a otros países europeos.

 

 

 
Lo verdaderamente significativo de estos años, también en España, es el cambio generacional y la emergencia de las culturas juveniles (mejor que en singular): música rock y pop, cómic, estilos de vida no convencionales, exploración de mundos no occidentales. Síntomas del rechazo a lo viejo fueron la rebelión universitaria, el Mayo francés del 68, las protestas contra guerra de Vietnam y el rechazo al consumismo desbocado de las "sociedades de bienestar" por los llamados movimientos contraculturales.

 

 

 
En cuanto a las revistas de pensamiento, la reaparecida Revista de Occidente de Ortega y sobre todo Cuadernos para el Diálogo (1963) mantiene una línea en defensa de los principios democráticos. La revista Triunfo (1962), objeto de repetidos secuestros gubernativos, será un símbolo de la resistencia intelectual antifranquista.

 

 

 
Desde mitad de los 60 la literatura revive la experiencia de las vanguardias y busca con ansiedad imitar las obras y autores que se publican en otras lenguas. En las artes plásticas es significativa la influencia del arte pop en los pintores del Equipo Crónica, que se apartó del informalismo anterior para cultivar una pintura figurativa que presentaba de manera grotesca o irónica la realidad y la tradición españolas. En el cine destacan las películas de Carlos Saura, creador de verdaderas alegorías críticas del cerrado mundo franquista en Ana y los lobosLa prima Angélica, etc.

 

1. La novela en los años 60

 
A partir de 1960 empieza a agotarse el “realismo social” de los años 50 y nace un nuevo tipo de novela llamada novela estructural o experimental.
Los autores españoles incorporan a sus novelas las aportaciones y novedades técnicas de los grandes novelistas extranjeros del s.XX: Marcel Proust, En busca del tiempo perdido; James Joyce, Ulises (1922); Kafka, La metamorfosis (1915); W.Faulkner, El sonido y la furia (1929). También hay que destacar el éxito (llamado boom) de los nuevos novelistas hispanoamericanos a lo largo de esta década. El cambio de estética es semejante al que se da en la poesía y en el teatro; continúan la conciencia cívica y la crítica social, pero con tonos y formas renovados.
Tanto quienes comienzan a publicar ("los tres juanes catalanes": Juan Goytisolo, Juan Benet, Juan Marsé), como gran parte de los autores ya experimentados (Miguel Delibes, Cela, Torrente Ballester, etc.), reaccionan contra los defectos de la novela social: la pobreza del estilo, la excesiva sencillez de la estructura o la simplificación y falta de complejidad de los personajes.

 

3. Características de la novela experimental



  
  • Perspectivismo: introducción de varios puntos de vista narrativos.
  • Importancia del monólogo interior (pensamiento aparentemente espontáneo, sin un orden lógico) y el estilo indirecto libre. El discurso del narrador es invadido por la voz de los personajes, sus deseos, sus visiones.
  • Mezcla de diferentes planos temporales. La narración oscila del presente al pasado (retrospección o flash-back) y al futuro (prospección) rompiendo el hilo narrativo, lo que obliga a una lectura activa y reconstructiva de la historia.
  • La fluidez temporal, el monólogo interior y el cambio de perspectivas se reflejan en aspectos externos: división del texto en secuencias, en vez de capítulos; supresión de los signos de puntuación; variación topográfica.
  • Se yuxtaponen materiales extraliterarios: noticias, informes, reflexiones ensayísticas, eslóganes.
  • En general, utiliza un lenguaje sumamente elaborado, a veces barroquizante, que mezcla con libertad los registros lingüísticos e incorpora la polifonía de los géneros sociales del discurso: prensa, radio, TV, música popular. En suma, se abandona la desnudez de estilo y la objetividad de la novela social.

4. Luis Martín Santos (1924-1964)

Fue médico psiquiatra y escritor de una gran formación filosófica y literaria. Nació en Larache (Marruecos ), vivió en San Sebastián y Madrid, donde se relacionó con escritores como Sánchez Ferlosio, Aldecoa, Sastre o Juan Benet. Falleció en accidente de automóvil  en 1964. Menos conocido es su compromiso político y su militancia clandestina en el Partido Socialista Obrero Español.
Su obra fundamental es la novela Tiempo de silencio (1962), que supera la estética de la novela social  y utiliza las técnicas narrativas que se habían ensayado en otros idiomas. 
  • La comparación con el Ulises de James Joyce no es casual. A semejanza de esta obra, la historia transcurre en apenas tres días (una singladura en el caso de Joyce); pero la trama reconstruye un viaje hasta los abismos y abarca la experiencia vital de muchas personas. No solo inicia el camino de la novela experimental de los años 60 en España, sino que es una de las obras fundamentales del siglo XX.
  • El argumento es simple. Pedro, médico investigador sobre el cáncer, se ve envuelto en el aborto ilegal de una joven chabolista, es detenido y luego exculpado, pero tras el asesinato de su novia en venganza por el aborto, es expulsado de su trabajo y se refugia en el campo como médico rural.
  • El narrador no es omnisciente, como en el siglo XIX, sino que se transforma en un traductor de la mente del protagonista, tanto de su conciencia como sobre todo, de su inconsciente.
  • Es el autor real quien planifica la odisea del personaje a través de los estratos sociales de Madrid (un mísero instituto de investigación oncológica, salones aristocráticos, pensiones, burdeles, chabolas, círculos intelectuales), para darnos una visión enajenada de todo lo deleznable en el casticismo español: el cainismo, la incultura, las miserias sociales, las costumbres bárbaras, la impostura intelectual, la brecha brutal entre un discurso científico que se crea en otros países y la impotencia del investigador español cuando pretende servir a sus semejantes, contra su voluntad. 
  • La conclusión es el fracaso del individuo Pedro, pero también de aquella sociedad aherrojada por la Dictadura: su doble moral, su deshumanización, de la que no se libran ni los más insignes intelectuales.
  • En concreto, la crítica mordaz a la figura de Ortega y Gasset, por entonces ya regresado del exilio y entronizado por la clase alta como un gurú, sorprende por su dureza y, a la vez, por su análisis del snobismo en el mundo contemporáneo, sea de Madrid o de Nueva York.
Pero lo más relevante es el dominio del lenguaje. Maneja con fluidez todos los registros idiomáticos: culto, científico, coloquial, jergal. En la estela del esperpento que pasa por Valle Inclán y por Cela (La Colmena), la sociedad estratificada revela un caos surrealista; la crítica contra la falta de sentido se ejerce por medio de la parodia. Valga esta perla:
Sonaba el teléfono y he oído el timbre. He cogido el aparato. No me he enterado bien. He dejado el teléfono. He dicho: "Amador". Ha venido con sus gruesos labios y ha cogido el teléfono. Yo miraba por el binocular y la preparación no parecía poder ser entendida. He mirado otra vez: "Claro, cancerosa". Pero, tras las mitosis, la mancha azul se iba extinguiendo. "También se funden estas bombillas, Amador". No; es que ha pisado el cable. " ¡Enchufa! ". Está hablando por teléfono. " ¡Amador! ". Tan gordo, tan sonriente. Habla despacio, mira, me ve. "No hay más". "Ya no hay más". ¡Se acabaron los ratones! El retrato del hombre de la barba, frente a mí, que lo vio todo y que libró al pueblo ibero de su inferioridad nativa ante la ciencia, escrutador e inmóvil, presidiendo la falta de cobayas. Su sonrisa comprensiva y liberadora de la inferioridad explica -comprende- la falta de créditos. Pueblo pobre, pueblo pobre. ¿Quién podrá nunca aspirar otra vez al galardón nórdico, a la sonrisa del rey alto, a la dignificación, al buen pasar del sabio que en la península seca, espera que fructifiquen los cerebros y los ríos?

5. Otras novelas experimentales

Después de publicarse Tiempo de silencio los mejores novelistas sociales del medio siglo se aventuran al experimentalismo. Resultado de este cambio son varias novelas excepcionales:

 

 

 
Señas de identidad (1966) de Juan Goytisolo, quien se exilió a Francia tras haber denunciado las condiciones de vida en el desierto almeriense (Campos de Níjar, 1959) y haber explorado la sociedad en novelas del realismo crítico, cercanas a Aldecoa por su lirismo y a maestros de la descripción como Josep Plá o incluso Azorín. 
Su obra recrea la figura de un español nacido en el Sur, hijo de un mártir de la causa nacional en la Guerra Civil, que decide expatriarse voluntariamente y enfrentarse a la España tradicional: los mitos medievales o bélicos, el machismo, el patriarcado. Sus antecedentes literarios, además del propio Martín Santos, están en la novela francesa: André Gide, Albert Camus. 
Entre las innovaciones formales de esta y las siguientes novelas de Goytisolo (Paisajes después de la Batalla, Reivindicación del Conde Don Julián, etc.) destacan:
  • el perspectivismo narrativo (narración en primera, tercera persona objetiva y segunda persona autorreflexiva);
  • la constante ruptura del orden cronológico mediante la elipsis y
  • el contraste continuo entre los datos del presente y los evocados por la memoria.
  • Al fragmentarismo de la novela contribuye también la introducción de materiales lingüísticos de diversas procedencias: prensa, informes policiales, folletos turísticos, fragmentos en leguas diferentes, discursos líricos, etc.
  • Los procedimientos narrativos son igualmente diversos: narración, monólogo interior, diálogo, diálogos alternados.
Léase ahora una recreación de la despedida, que no es solamente autobiográfica, sino generacional. Significa la búsqueda de otra identidad entre muchos jóvenes lectores de su época, hasta los años 80 e incluso en nuestros días. Hoy son los jóvenes que huyen de la crisis, después de una década de crecimiento puramente especulativo:

Habías amado aquella tierra con el espasmo lento, ardoroso del volcán -íncubo tú y sumisa ella, la rica ofrenda de su miseria como preciosa dote para ti, unidos, creías, en una misma lucha contra el destino amargo. Varios años han transcurrido desde entonces y si, esperanzado y andrajoso Ayer se fue, Mañana no ha llegado. La tierra sigue allí, sometida a la ley idéntica, inexorable; lejos tú de ella, distraído ya, sin dolor ni reparo, de tu absorbente amor de antes. La suerte os burló a los dos. El Norte obeso puso los ojos en ella y una infame turba de especuladores en sol (agotados sucesivamente el oro, la plata y los ricos filones de sus entrañas; los bosques, los regadíos, las dehesas; la rebeldía, el orgullo, el amor a la libertad de los hombres por la usura avariciosa de los siglos) ha caído sobre ti (oh nueva, abrasada Alaska) para acumular y enriquecerse a costa de tu último don gratuito (el celeste chivo enardecedor y violento), fundar colonias, chalés, snacks, paradores de turismo, tabernas andaluzas, hoteles, afeando el país sin mejorar al habitante: expertos alemanes, peritos en playas solitarias, cazadores de fortuna, laureados y canosos combatientes de la Cruzada y hasta una dama gárrula tocada con un turbante hindú que lee gravemente Mío Cid sobre la inhóspita giba de un camello (una doncella, en la otra, la sustrae del flujo solar con una descolorida sombrilla). Tierra pobre aún, y profanada; exhausta y compartida; vieja de siglos, y todavía huérfana. Mírala, contémplala. Graba su imagen en tu retina. El amor que os unió sencillamente ha sido. ¿Culpa de ella o de ti? Las fotografías te bastan, y el recuerdo. Sol, montañas, mar, lagartos, piedra. ¿Nada más? Nada. Corrosivo dolor. Adiós para siempre, adiós. Tu desvío te lleva por nuevos caminos. Lo sabes ya. Jamás hollarás su suelo.
Juan Goytisolo ha regresado muchas veces a España. Pero se ha instalado a medio camino entre Europa y el Magreb, en reivindicación de quienes han abierto la cultura española al paso del Islam, del pueblo gitano y, hoy, de los inmigrantes en todos los colores.
Road-movie del director sevillano Nonio Parejo (2010), que imagina el "regreso" de Juan Goytisolo a Almería, cincuenta años después. Se presentó en el Festival de Cine Europeo hace dos años.
- Últimas tardes con Teresa (1966), de Juan Marsé, se emparenta con la novela norteamericana de la generación perdida (Dos Passos, Steinbeck, Scott Fitzgerald). Narra la historia de un choque social entre el joven chulesco de barrio ("Pijoaparte") y una señorita de buena familia.
- Volverás a Región (1967) de Juan Benet, heredero de Faulkner, inventa, como este, una "región" literaria y la puebla de personajes destruídos por los tabúes, la moral destructiva y el retorcimiento de una sociedad deshumanizada, a resultas de la Guerra Civil.
Otros narradores de anteriores generaciones escribieron también durante esta década novelas experimentales: Miguel DelibesCinco horas con Mario (1966); Torrente BallesterLa saga/fuga de J.B. (1972); CelaSan Camilo 1936 (1969).
En este breve vídeo se hace un resumen de la novela de Delibes, posteriormente adaptada al teatro con buenos resultados. Espero que os anime a leerla o a verla:
 

miércoles, 16 de mayo de 2012

La literatura española de posguerra


«La mañana sube, poco a poco, trepando como un gusano por los corazones de los hombres y de las mujeres de la ciudad; golpeando, casi con mimo, sobre los mirares recién despiertos, esos mirares que jamás descubren horizontes nuevos, paisajes nuevos, nuevas decoraciones.
La mañana, esa mañana eternamente repetida, juega un poco, sin embargo, a cambiar la faz de la ciudad, ese sepulcro, esa cucaña, esa colmena...»
Camilo J. Cela, La Colmena

Las condiciones sociales en España después de la Guerra Civil son difíciles de imaginar para los jóvenes, excepto por comparación con otras realidades en el mundo actual: Afganistán, Irak, Sudán, un país centroamericano. La memoria de los ancianos se resume en: "hambre". Pero podría añadirse: aislamiento, totalitarismo, propaganda, persecución salvaje. Y entonces la imagen se asemejaría a Corea del Norte.
Pues bien, incluso en ese ambiente hubo escritores y autoras capaces de afrontar el riesgo de escribir y otros que solo pudieron superar el riesgo de vivir (presos, silenciados).
A grandes rasgos, la cultura española de los años 40 se divide en franjas ideológicas, aunque mucho más interrelacionadas de lo que supone la teoría:
  • Arraigo

Escritores conformes con el estado de cosas o simpatizantes del bando vencedor en la Guerra. No se caracterizan solo, o no tanto, por su retórica propagandística, como por una visión idealizada de la realidad y el uso de formas clásicas: lírica tradicional,. novela convencional, teatro intrascendente.

- Poesía: Destacan Luis Rosales y Leopoldo Panero, por su trayectoria posterior. Publican en las revistas Escorial y Garcilaso. Utilizan la métrica de los siglos de oro españoles; en cierta medida, conectan con la estética del Grupo del 27 antes de la República (años 20). Tratan temas paisajísticos, heroicos, épicos.

- Narrativa: Glorifica al régimen o sirve solo al entretenimiento.

- Teatro y Cine: "Alta comedia", con personajes y paisajes de lujo comedia de enredo, teatro de propaganda fascista o tradicionalista.

  • Desarraigo

Los escritores y escritoras desafectos al régimen, aunque procedan de familias favorecidas por la Guerra, comienzan por expresar su desgarro, su grito o el absurdo, a semejanza de toda una generación europea: el existencialismo. 

- Poesía: A los autores jóvenes les sirve de referente la poesía de Miguel Hernández, distribuida de forma clandestina, así como dos obras emblemáticas de autores del 27 que continuaron viviendo y publicando en España: Dámaso Alonso: Hijos de la ira, y Vicente Aleixandre, Sombra del paraíso (ambos en 1944). Su principal órgano de expresión fue la revista Espadaña, en León. A partir de finales de la década se empieza a escribir poesía social, con un objetivo didáctico y político. Sus principales autores son Blas de Otero, Gabriel Celaya y José Hierro.
Este último se convirtió en integrante principal de una nueva generación de poetas: el grupo del 50 (o la quinta del 42, como titula uno de sus libros), caracterizados por el verso libre, la mezcla de lengua culta y registro informal, los temas de su experiencia cotidiana o íntima y una exquisita preocupación por el ritmo. Pero el análisis de su obra corresponde a otro artículo, pariente de la novela en los años 50 y posteriores.

Retrato de Miguel Hernández por Buero Vallejo


- Narrativa: Durante los años 40 comienzan a publicar novelisyas que seguirán haciéndolo durante tres décadas, con gran éxito: Carmen Laforet (Nada, La isla y los demonios, La mujer nueva), Camilo José Cela (La familia de Pascual Duarte, La Colmena) y Miguel Delibes (El camino). Los tres tienen una personalidad muy definida, lo que hace imposible hablar de una corriente como la que marcará los años 50. Se anticipan al realismo social, pero otorgan una gran relevancia a la experiencia personal y, en gran medida, a su propia memoria.



- Teatro: Un escritor que compartió cárcel con Miguel Hernández llega a convertirse en protagonista de la escena española durante las dos décadas posteriores: Antonio Buero Vallejo. Su primera obra, Historia de una escalera, que retrata los conflictos de la vida cotidiana en una comunidad de vecinos, contrasta con el teatro y el cine dominados por la "alta comedia" (personajes burgueses) o películas folclóricas que idealizaban la vida rural.


  • Exilio


Durante y después de la Guerra Civil, la mayoría de creadores e intelectuales afines a la República buscaron refugio en Europa y, sobre todo, América Latina o EEUU. Algunos, como Max Aub, pasaron por campos de concentración en Francia y Argelia, antes de llegar. Se formó un grupo más homogéneo en México, donde los intelectuales españoles encontraron acogida y participaron en la educación, la cultura o la industria del cine, como Luis Buñuel. Véase el trailer de su película  Los olvidados (1950), que recibió la Palma de Oro en el Festival de Cannes:



- Poesía: Con excepción de Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso y Gerardo Diego, los demás autores del Grupo de 1927 se exiliaron. Las trayectorias creativas se diversificaron, pero no se detuvieron: Luis Cernuda en el Reino Unido, EEUU y México; Pedro Salinas y Jorge Guillén en universidades de EEUU; Rafael Alberti en Argentina e Italia. Manuel Altolaguirre y Emilio Prados, malagueños y editores de la revista Litoral, escriben sus mejores obras en el exilio.
Pero el poeta más representativo del "desarraigo en el exilio" fue León Felipe, inspirado por el escritor norteamericano Wall Whitman y la poesía en versículos (p.ej. los salmos de la Biblia). Su vida y su poesía fueron un constante clamor contra la injusticia. El siguiente clip de vídeo es una creación de la poeta Edith Checa, afincada en Sevilla, a partir del poema "Qué lástima":


- Narrativa: No se les clasifica en el grupo del 27, pero se formaron en la literatura de vanguardia durante los años 20 y en el compromiso político durante la República. El novelista Ramón J. Sender, de quien hemos leído una novela ambientada en Sevilla, La tesis de Nancy, tuvo gran éxito durante varias décadas. Aunque su escritura tiene una intencionalidad política, se distingue del realismo social por su capacidad fabuladora, sus tramas intrincadas y la eficacia humorística.
No obstante, quienes manifestaban mayor interés por la calidad literaria de sus obras fueron Francisco Ayala, Max Aub y Rosa Chacel. En concreto, Max Aub se caracteriza por una constante experimentación formal y un humor vanguardista al recrear la memoria de la Guerra Civil y los campos de concentración (El laberinto mágico) o al inventar juegos narrativos, como la biografía de un pintor exiliado que nunca existió (Jusep Torres Campalans), la cual llenó de anécdotas verosímiles y adornó con obras originales del propio Aub.



  • Posvanguardismo

Hubo autores que siguieron viviendo en España a la vez que conectados con la neovanguardia, después de la Segunda Guerra Mundial. Cultivan una literatura lúdica, en la que tiene mucha relevancia el grafismo, lo visual, la simbología y la ruptura de las normas, por medio del humor. Su contemporáneo en el exilio, como acabamos de ver, sería Max Aub.

- Poesía: Se promueve un movimiento neovanguardista, el postismo, liderado por Carlos Edmundo de Ory, así como una poesía simbolista y onírica.

- Teatro: Destacan autores con un relativo éxito que se anticipan y conviven con el "teatro del absurdo" en Europa, su denuncia y ridiculización de la moralidad burguesa. Convierten la "alta comedia" en base de sus parodias. Sin embargo, su público eran los burgueses a quienes parodiaban: Miguel Mihura (Tres sombreros de copa), Enrique Jardiel Poncela (Eloísa está debajo de un almendro).



Fuera de cualquier clasificación se sitúa la lírica de un grupo de poetas andaluces, editores de la revista Cántico, que se caracterizan por su vitalismo y sensualidad, a la vez que demuestran mayor interés por la forma estética. El más longevo y de obra más extensa ha sido el cordobés Pablo García Baena, amante eterno.

 

domingo, 13 de mayo de 2012

Lenguaje y formas de la noticia

Viñeta de El Roto


Segun Serge Gruzinski, «la guerra no sólo es un asunto de armas, de campos, de militares, sino también de destrucción e imposición de imágenes, desde Colón hasta Blade Runner».

Ya no se pretende la ocupación física de territorios para su sometimiento y explotación, basta con introducir la imagen del mundo «civilizado» como norma para invadirlo. Basta la imposición de un nuevo lenguaje, el de la televisión, la prensa, el video, que sea diferente al empleado en el país natal para controlar el comportamiento, y básicamente el universo espiritual.

La oposición en que se debate el mundo contemporáneo es entre noticia y relato; estamos invadidos de información light, cuyo ingrediente básico es la rapidez, de palabras que en lugar de orientar y aclarar, oscurecen, confunden. Ella guía a la sociedad en su desconcierto habitual, es explosiva y a veces cruel, pero golpea casi siempre el mismo lado del hombre: su expresión verbal o escrita, sus hábitos de lectura y de recepción de imágenes. En la actualidad es una de las herramientas más poderosas de los sistemas políticos.

[…]

Véase el texto íntegro en:
http://cvc.cervantes.es/obref/congresos/zacatecas/television/comunicaciones/ruizabre.htm

El texto que habíais leído previamente era una adaptación de la conferencia pronunciada por Álvaro Ruiz Abreu en el Congreso de la Lengua Española que se celebró en Zacatecas, México, 1997. 

El reino de las voces



El artículo que habéis comentado de Antonio Muñoz Molina, "El reino de las voces",  se inserta en la edición de sus columnas periodísticas, bajo el título Las apariencias (1996, textos escritos entre 1988 y 1991 en los diarios ABC y El País). Pero también es una referencia lúdica del propio autor al primer capítulo de su novela más premiada, El jinete polaco (1991); un guiño a los lectores. A partir de esta obra se ha hecho explícito el juego constante entre memoria y ficción en sus novelas y, quizá, también en sus textos periodísticos.
No obstante, creo que el contrato del periodista con sus lectoras y lectores exige un grado mucho mayor de cercanía a la realidad que el no-contrato del novelista. Para empezar, si sabemos que un periodista nos engaña, dejamos de leerlo. Probablemente haya más apariencia sin realidad en el discurso de un candidato electoral, a la vista del abismo entre palabras y hechos que han cavado los dos últimos gobiernos de este país.



Os ofrezco aquí el capítulo de la novela, para que comparéis sus semejanzas y diferencias con el artículo ya conocido. Espero no vulnerar derechos editoriales; en cualquier caso, será con un fin pedagógico:



El reino de las voces


Sin que se dieran cuenta se les hizo de noche en la habitación de donde no habían salido en muchas horas, donde habían estado abrazándose y conversando en una voz cada vez más baja, como si la penumbra y luego la oscuridad que no notaban hubieran ido apaciguando el tono de sus voces pero no la avidez mutua de palabras, igual que se había apaciguado el modo al principio perentorio en que satisfacían y simultáneamente alimentaban su deseo, cuando regresaban caminando bajo la nieve y el frío de la taberna irlandesa donde habían almorzado, el pie descalzo de ella buscándolo con desvergüenza y sigilo bajo el amparo insuficiente del mantel, la casi persecución en el ascensor, ante la puerta, en el pasillo, en el cuarto de baño, la ropa arrancada con una delicada furia de impaciencia y las bocas mordiéndose mientras su doble respiración crecía en el calor de la habitación a media tarde, en la luz listada de las persianas que dejaban entrever al otro lado de la calle una hilera de árboles con las ramas peladas cuyo nombre ella no supo decirle y una fila de casas de ladrillo rojo con dinteles de piedra, con llamadores dorados y puertas pintadas de un negro brillante que a él le daban la tranquilizadora sensación de estar en Londres o en cualquier otra ciudad anglosajona y silenciosa, a pesar del ruido del tráfico que llegaba desde las avenidas, de las sirenas de los coches de la policía y de los camiones de bomberos, un pesado rumor que envolvía el núcleo de silencio en que los dos respiraban igual que la ciudad ilimitada y temible envolvía el espacio breve del apartamento, la cámara segura como un submarino en la que si se paraban a pensarlo era casi imposible que se hubieran encontrado, entre tantos millones de hombres y mujeres, de caras, de nombres, de gritos, de idiomas, de conversaciones telefónicas.

Vivían con naturalidad en el interior de una especie de milagro que ni siquiera habían solicitado ni esperado, casi desconocidos hasta unos días antes y ahora reconociéndose cada uno en la mirada, en la voz y en el cuerpo del otro, vinculados no sólo por la costumbre tranquila y candente del amor sino también por las voces y los testimonios de un mundo que irrumpía en ellos viniendo del pasado tan tumultuosamente como vuelve la savia a una rama que pareció muerta y seca durante todo el invierno, por la figura del jinete que cabalga a través de un paisaje nocturno, por las pupilas fijas en la oscuridad y en el vacío de una mujer emparedada que permaneció incorrupta durante setenta años, por el baúl de las fotografías de Ramiro Retratista y una Biblia protestante escrita en un inconcebible español del siglo XVI cuyas páginas recorrían ahora sus manos igual que las habían recorrido desde hacía más de cien años las manos de los muertos extraviados en la distancia y en el tiempo, sepultados al otro lado del mar, en una ciudad cuyo nombre les resultaba tan extraño decirse en aquel apartamento que les parecía situado en ninguna parte, Mágina, sus vocales rotundas como una luz de mediodía, sus duras consonantes tan cortadas en ángulos como las piedras en las esquinas de los palacios de piedra color arena, amarilla en el sol de la mañana, cobriza en los atardeceres, casi gris en los días de lluvia, en aquel invierno de su adolescencia que compartieron sin saberlo hasta el final, ella medio extranjera y recién llegada de América, con su pelo rojizo y su barbilla irlandesa, él hosco y callado y deseando marcharse a cualquier parte del mundo a condición de que no fuera Mágina, Madrid, París, Nueva York, San Francisco, la isla de Wight, cualquiera de las ciudades o países cuyos nombres leía de niño en el sintonizador iluminado de la radio y donde se oyeran esos idiomas que lo fascinaron mucho antes de que empezara a distinguir y a comprender el sonido de sus palabras, desvelado y solo en medio de la noche, buscando las emisoras extranjeras de onda corta, manejando el dial con la misma cautela que su padre cuando buscaba el himno de Riego en la Pirenaica, imaginando que su destino y la mujer de su vida estaban esperándolo en una ciudad a la que tal vez no iría nunca: ella nacida en un suburbio con casas de ladrillo rojo o de madera pintada de blanco a donde llegaban a veces las gaviotas y el viento húmedo de la bahía y el olor a muelle y a limo y educada en un inglés con acento de Irlanda y en el límpido español que se hablaba en Madrid antes de la guerra y le fue transmitido tan involuntariamente por su padre como la expresión obstinada y atenta de los ojos: él venido al mundo en una noche tempestuosa de invierno y a la luz de una vela, crecido en las huertas y en los olivares de Mágina, destinado a dejar la escuela a los catorce o a los quince años y a trabajar en la tierra al lado de su padre y de sus abuelos y llegada una cierta edad a buscarse una novia a quien sin duda habría conocido desde la infancia y a llevarla al altar vestida de blanco después de un noviazgo extenuador de siete u ocho años, él torpe, enconado, silencioso, rebelde, escribiendo diarios de furiosa desdicha en cuadernos de apuntes y odiando la ciudad donde vivía y la única clase de vida que había conocido y que legítimamente tenía derecho a esperar en nombre de otras vidas que le fueron anunciadas por las canciones, los libros y las películas, y mucho antes, cuando era niño, por las voces de la radio y los nombres de ciudades que veía en los mapamundis, alto ahora, cuando tuvo a Nadia delante de sí y no la supo recordar, a punto de cumplir diecisiete años y mortificado por la impaciencia de convertirse en un adulto, vestido siempre de oscuro, con un mechón de pelo negro sobre la frente que le ensombrecía la mirada, con pantalones vaqueros que para escándalo de sus padres no se quitaba ni siquiera los domingos y con un chaquetón azul marino abrochado hasta el cuello que tenía algo de uniforme maoísta, aunque era la guerrera de guardia de asalto que había estado guardada durante más de treinta años en el armario de su abuelo Manuel, escondida en el fondo, junto a los correajes y el canuto de estaño con el diploma de su nombramiento, junto a una caja de lata llena de billetes de banco que él mostraba con orgullo a sus amigos diciéndoles que eran dinero de la República: buscando siempre voces y canciones extranjeras en la radio, imaginando que se iba con una bolsa al hombro y que la carretera de Madrid se prolongaba infinitamente hacia el norte, hacia lugares donde él vivía de cualquier modo y se cambiaba de nombre y hablaba sólo en inglés y se dejaba crecer el pelo hasta los hombros, como cualquiera de los héroes a quienes reverenciaba, Edgar Allan Poe, Jim Morrison, Eric Burdon, tan desesperado por marcharse y no volver que no le importaría no ver nunca más ni a sus amigos ni a la muchacha de la que estaba enamorado entonces, con un amor hecho más de cobardía y literatura que de entusiasmo y deseo, tan legendario, doloroso y ridículo, como su propia vida y sus sueños de huida y los versos y las confesiones que escribía en los cuadernos de apuntes, en las horas muertas de clase en aquel instituto donde daba clases de literatura con una pesadumbre de vejación y destierro un profesor de Madrid al que rápidamente apodó el Praxis el más réprobo de todos los alumnos, un futuro teniente de la Guardia Civil que ya entonces fumaba grifa, aspiraba a decorarse los brazos con tatuajes legionarios y se llamaba Patricio Pavón Pacheco. Desconocidos, cruzándose en las calles de Mágina y tan extraños como si hubieran vivido a una distancia de siglos, habitados hasta la médula de su conciencia por las voces de sus mayores, herederos de un valor fracasado mucho antes de que ellos nacieran y modelados sin saberlo por hechos memorables o atroces de los que nada sabían, herederos involuntarios de la soledad, del sufrimiento y del amor de quienes los habían engendrado.

Se incorporó para buscar un cigarrillo en la mesa de noche y sólo entonces se dio cuenta de lo tarde que era al ver la hora en el despertador, y calculó instintivamente la hora que sería en Mágina. Ya habría amanecido, su padre estaría en el mercado ordenando la hortaliza húmeda y brillante sobre el mostrador de mármol, y tal vez se preguntaría de vez en cuando dónde estaba él, a cuál de esas ciudades a las que quería irse en la adolescencia lo habría llevado su oficio errabundo de intérprete. Miró el teléfono y se acordó con remordimiento de todo el tiempo que había pasado desde la última vez que habló con sus padres, encendió un cigarrillo y se lo puso a Nadia en los labios, acariciándole fugazmente la cara y el pelo, no quiso dar todavía la luz, aunque ya era medianoche, no tenía la sensación del paso de las horas ni la premura de hacer algo o de llegar a alguna parte. Por qué no nos encontramos entonces, le dijo, inclinándose sobre ella casi en la oscuridad, no hace unos meses sino dieciocho años, por qué nos faltó coraje, inteligencia, ironía y astucia, o al menos me faltaron a mí, qué niebla había en mis ojos que no me dejaba verte cuando te tenía delante. media vida más joven pero no más deseable que ahora, idéntica a sí misma, la imaginó queriendo imposiblemente recordarla, su cara irlandesa y sus ojos españoles y su melena castaña que se volvía roja cuando la deslumbraba el sol, su manera tan desahogada y vagabunda de andar, no sólo entonces, cuando sólo vestía zapatillas deportivas y pantalones vaqueros, sino también ahora, cuando se pone vestidos cortos y ceñidos y zapatos de tacón para que él la mire y la desee buscándola en el espacio cerrado del apartamento, porque si saliera vestida así a la calle se quedaría congelada, un vestido amarillo debajo del cual no había nada más que su piel y un tenue olor a espuma de baño, a perfume y a cuerpo femenino, pero también, al cabo de unos días, olía a él mismo, a su saliva y a su semen, los olores tan mezclados como los recuerdos y las identidades, como sus dos voces que enumeraban y celebraban en la penumbra de un tiempo sin horarios ni fechas: mañanas, atardeceres, noches y madrugadas en las que una luz incolora y luego azul se iba estableciendo en la habitación mientras él la miraba dormir, eligiendo en varios idiomas palabras para nombrarla igual que elegía las caricias que la condujeran gradualmente hacia el despertar, con un instinto tranquilo no de poseerla —porque nunca había sabido ni querido poseer lo que más le importaba— sino de halagarla y cuidarla, de borrar con el influjo de su paciencia y su asidua ternura todos los infortunios de su vida y hacer posible esa sonrisa perezosa que le brillaba en los ojos y en los labios cuando le rebosaba el gusto cumplido del amor, de verla dormirse otra vez en sus brazos y apartarse de ella con la precaución de que no se despertara para ir a la cocina y prepararle café, zumo de naranja, pan tostado y huevos revueltos, con la misma naturalidad que si hubieran vivido siempre juntos en ese apartamento que ella había compartido hasta unos meses antes con otro, con el ex marido cuyas fotos desaparecieron de la casa —él las buscaba, en accesos de celos, lacerado por el pensamiento de los hombres con los que ella había estado, como si le hubiera sido infiel antes de conocerlo— y con el hijo rubio que le sonreía, también a él, que al mirar sus fotos se sentía un intruso, en la mesa de noche, en el armario de los libros, junto a la máquina de escribir donde ella trabajaba, pero que se le hacía más presente cuando se asomaba con un poco de aprensión y pudor a su dormitorio vacío y miraba la cama con sábanas de colores y los juguetes alineados en las estanterías, superhéroes de los dibujos animados y barcos y motoristas y tiovivos de lata que ella había recibido de su padre y entregado a su hijo con un sentimiento de nostalgia sin pérdida y de perduración que a él le estaba vedado, porque no tenía hijos ni había considerado nunca la posibilidad de tenerlos y sólo ahora, cuando estaba enamorado de una mujer que había parido a uno, comprendía o sospechaba el orgullo de reconocerse en su existencia. Qué raro, pensaba, que alguien haya nacido de ella y la necesite más que yo. La dejó dormida, le apartó el pelo húmedo de la cara para besarle los labios, los pómulos y las sienes, bajó del todo la persiana del dormitorio y echó las cortinas para que no volviera a despertarla la luz de la mañana de invierno, y en el grabado del jinete que estaba colgado enfrente de la cama fue como si también cayera otra vez la noche y se avivara el fuego que alguien había encendido junto a un río y en el que unos tártaros sublevados contra el zar calentaban hasta el rojo vivo el filo del sable que en apariencia cegaría a Miguel Strogoff.

Quién es, se preguntó de nuevo, hacia dónde cabalga, desde cuándo, durante cuántos años y en cuántos lugares miró el comandante Galaz ese grabado oscuro del jinete con el gorro tártaro y el carcaj y el arco sujetos a la grupa, con la mano derecha casi vanidosamente apoyada en la cintura mientras la izquierda sostenía la brida del caballo, mirando no hacia el camino que apenas se distinguiría en la noche sino más allá de los ojos del espectador, desafiándolo a averiguar su misterio y su nombre. Recogió del suelo la bata de seda que ella se ponía al salir de la ducha y que se le deslizaba luego sobre la piel fresca y perfumada como los hilos del agua y estuvo oliéndola hasta que su respiración la humedeció, se preparó un café, miró el reloj de la cocina, que marcaba una hora inexacta, porque ella no se había molestado en cambiarla cuando los periódicos y las autoridades dieron el aviso, volvió al salón con la taza en la mano, puso muy bajo un disco de Bola de Nieve que habían estado escuchando la noche anterior, volvió a mirarla, quieto en el umbral del dormitorio, murmurando la letra de un bolero, con una atenta ternura que le reavivaba solitariamente el deseo y le desfallecía las rodillas, como si tuviera dieciséis años y estuviera viendo por primera vez a una mujer desnuda, dormida, con las piernas abiertas, con el edredón entre los muslos, cubriendo a medias el vello denso y rizado, afeitado justo en la orilla de las ingles, agradecido por la impunidad con que se le concedía el derecho a admirarla, a hundir golosamente en ella, para que despertara, la lengua o los dedos, blasfemo y devoto, Dog, Siod, Brausen, Elohim, pensaba, a una yegua del carro de faraón te he comparado, amiga mía, repitiendo en voz baja su nombre, Nadia, Nadia Allison, Nadia Galaz, cada vez con la inflexión de cada uno de los idiomas con los que se ganaba la vida, y luego, bajando los ojos, miró con ironía y orgullo y casi vanidad la consecuencia inmediata y arrogante de lo que estaba viendo, trújome a la cámara del vino y su bandera de amor puso sobre mí, leía ella en la Biblia que perteneció a don Mercurio, y para no caer en la tentación de volver a despertarla se puso los pantalones y volvió al lugar donde estaban el baúl de Ramiro Retratista y el resumen de todas las fotografías que había tomado en Mágina a lo largo de cuarenta años, desordenadas en el suelo, sobre los cojines del sofá, algunas de ellas apoyadas verticalmente sobre los lomos de los libros, en la estantería, junto a las fotos en color del hijo de Nadia. Se acordó de un baúl siempre cerrado que estaba en el desván de la casa de sus padres y en el que él se escondió una vez cuando tenía siete u ocho años, de los baúles providenciales que encontraban los náufragos de las novelas en las playas de sus islas desiertas: no percibía hechos ni objetos singulares, sensaciones irrepetibles, palabras sin resonancia, lugares aislados: a su alrededor, en su conciencia, en su mirada, hasta en la superficie de su piel, todas las cosas irradiaban vínculos en el espacio y en el tiempo, todo pertenecía a una secuencia nunca interrumpida entre el pasado y el presente, entre Mágina y todas las ciudades del mundo donde había estado o soñado que iba, entre él mismo y Nadia y esas caras en blanco y negro de las fotografías en las que era posible distinguir y enlazar no sólo los hechos sino también los orígenes más distantes de sus vidas. Con incredulidad volvió a verse sentado sobre un caballo de cartón, cuando tenía tres años, en la feria de Mágina, con un sombrero cordobés, con una camiseta de rayas, con pantalón corto, calcetines blancos y zapatos de charol, y le pareció mentira que fuese aquí, en otro mundo, tan lejos, donde recuperaba esa foto perdida y olvidada durante tanto tiempo. Vio a sus padres el día en que se casaron, vio a su bisabuelo Pedro sentado en el escalón de su casa, vio al inspector Florencio Pérez en su despacho de la plaza del General Orduña y al médico don Mercurio inclinando su cabeza decrépita sobre las grandes hojas de la Biblia, vio de nuevo la cara de la mujer emparedada en la Casa de las Torres y sus ojos alucinados por la oscuridad y la muerte, vio a su abuelo Manuel vestido con el uniforme de la Guardia de Asalto y pensó que ya era tiempo de ir regresando hacia Mágina, ahora que la ciudad no podía herirlo ni atraparlo, de regresar con Nadia para mostrarle los lugares que ella apenas recordaba y caminar abrazado a ella bajo los soportales de la plaza del General Orduña, por la calle Nueva, por el paseo de Santa María, por las calles empedradas que conducían a la plaza de San Lorenzo y a la Casa de las Torres, hablándole al oído, rozándole el pelo con los labios, estrechándola con una pasión y una certidumbre de pertenecerle que a los dieciséis años le había parecido imposible encontrar. Recordó el sonido del llamador en la casa de sus padres y sólo entonces tuvo conciencia exacta del gran abismo de lejanía que lo separaba de la ciudad donde había nacido: rascacielos, puentes de metal, paisajes industriales, aeropuertos, océanos, continentes nocturnos donde los ríos brillaban bajo la luna y las ciudades parecían estrellas de hielo, días y meses de viajes oblicuos sobre las manchas de colores puros de los mapamundis que él interrogaba de niño como asomándose desde un acantilado de vértigo a la extensión de la Tierra. Pero no sentía angustia, ni premura, ni miedo, como tantas veces, como casi siempre en su vida, ni el remordimiento sin motivo que lo había trastornado desde que tuvo uso de razón y que le hacía vivir pendiente de un posible castigo llegado a él bajo una forma casual de desgracia: había dormido pocas horas y notaba en sus miembros una fatiga sin peso, una disposición de indolencia que lo empujaba a volver a la penumbra y a los olores cálidos del dormitorio.

Cerró la puerta con cuidado, para que no entrara la luz del pasillo, escuchó la respiración de Nadia, que dormía con la boca entreabierta, se quitó los pantalones, se tendió de costado junto a ella, adhiriéndose a sus caderas y a la longitud de sus piernas flexionadas sobre el vientre, y cuando terminó de acomodarse y se quedó inmóvil, con los ojos cerrados, le pareció de nuevo que volvía a un refugio inviolable y que los sonidos de la ciudad y la luz de la mañana se apaciguaban en una quietud de media tarde o de anochecer perezoso y estático, igual que cuando se acostaban después de comer y les oscurecía sin que se dieran cuenta, conversando y acariciándose durante horas más anchas y serenas que las horas comunes, procaces, estremecidos, inocentes, con una mutua desvergüenza que les fortalecía la ternura, cómplices en el delirio y en la risa, callados de pronto, mirándose tensamente a los ojos, con asombro y pavor, como testigos de un prodigio simultáneo que los traspasaba, vencidos luego el uno sobre el otro, bruñidos de sudor, gastados de caricias. Entonces se oían respirar en silencio y las manos y los labios volvían a buscar, ya sin urgencia, los pies rozándose bajo las sábanas, como para comprobar y percibir toda la extensión del cuerpo todavía y siempre deseado, y las voces adquirían un tono de rememoración y secreto, el tiempo dilatándose en ellas como la corriente demorada de un río que desborda sus orillas en un delta de limo, y ellos tendidos, dejándose llevar, abandonados a un lento flujo de palabras, incorporándose a veces para buscar un cigarrillo en la mesa de noche, la cara y la melena de Nadia iluminadas por la llama del mechero, para traer una cerveza del frigorífico y compartirla en un vaso desbordado de espuma, hablando siempre, repitiendo palabras impresas en una Biblia polvorienta que tal vez excitaron un siglo antes los deseos de otros, las noches busqué en mi cama al que ama mi alma, busquélo y no lo hallé, enumerando nombres y canciones, oyéndolas de nuevo al cabo de muchos años con la repetida sorpresa de haber amado exactamente la misma música a la misma edad y de poseer de pronto un pasado común en el que sin conocerse ya estaban juntos. Fuera del día y de la noche, del calendario y el reloj, como supervivientes en una isla desierta, la isla de las voces, no sólo las suyas, sino también las que congregaban con la imaginación y la memoria, no sólo las palabras que decían sino las sensaciones recobradas y las imágenes que fluían en sus pupilas cuando no sabían seguro si estaban dormidos o despiertos, cuando Nadia se dormía durante unos minutos y sonreía con los ojos cerrados y le decía al despertar, he soñado con mi padre y con los dibujos de un libro de cuentos españoles que a él le gustaba leerme. Al dormirse soñaban que seguían conversando y que miraban de nuevo las fotos innumerables de Ramiro Retratista, y al abrir los ojos lo primero que veían era la penumbra de la habitación y la figura del jinete que cabalga por un paisaje donde muy pronto amanecerá o acaba de hacerse de noche, un viajero solitario y tranquilo, alerta, orgulloso, casi sonriente, que da la espalda a una colina donde se distingue la sombra de un castillo y parece cabalgar sin propósito hacia algún lugar que no puede verse en el cuadro, y cuyo nombre nadie sabe, igual que tampoco sabe nadie el nombre del jinete ni la longitud y latitud del país por donde está cabalgando.