1. COMENTARIO FORMAL
Es un texto
literario en el que el autor cuenta la historia que ha pasado otra familia en aquella época. También nos cuenta como se vivía en esos años.
1.1. TEMA PRINCIPAL: El tema principal de
Luis Martín Santos cuenta la historia de unas personas que viven en una chabola, mientras otros les compran y ponen
a prueba una serie de animales en los laboratorios
1.2. RESUMEN: Pedro es un joven médico que malvive en una pensión de Madrid y trabaja
en un laboratorio para averiguar si una bacteria puede producir el cáncer. Para sus investigaciones necesita unos ratones y otros animales muy
especiales.
Pedro se relacionará con las capas más bajas de la sociedad madrileña y tiene miedo (a la vez que curiosidad) por si las ratas le pegan enfermedades a las hijas del vendedor.
1.3. ESTRUCTURA FORMAL:
Tipo de estructura: Tiene parte
de narración, de diálogo. Cuenta una biografía ficticia. Género
Literario: Novela realista, porque habla sobre la realidad con personajes y hechos no reales. Subgénero específico:
Novela experimental.
1.4. ELEMENTOS Y RECURSOS:
Los personajes de la novela :
-Pedro se encarga de experimentar con los animales que le son concedidos.
-El Muecas es el primo de Pedro y es el que le proporciona con facilidad los animales a Amador.
-Amador es el que compra los animales para dárselos a Pedro para que experimente con ellos, y así poder ver si las bacterias pueden producir el Cáncer.
-Las hijas de Amador son las encargadas de cuidar a las ratas.
COMENTARIO CRITICO
En mi opinión el sentido de coger a todos esos animales y
experimentar con ellos es algo macabro.
Pero claro, la necesidad de encontrar la solución contra el cáncer urge a los investigadores y el modo más sencillo y rápido de experimentar esto es con
los animales. Aun así, lo peor es el modo de conseguir las cobayas, aprovechándose de la miseria de una familia.
Es un texto que te ayuda a pensar hasta dónde podemos
llegar cuando algo se nos mete en la cabeza,sea para el bien o para el mal.
Andrea llega en tren a Barcelona para estudiar en la Universidad. Va a vivir a un piso de la calle Aribau, le reciben sus parientes , la abuela, Juan ,su mujer Gloria y su tía Angustias. Conoce a su tío. Andrea se siente acosada por el control de Angustias, se repiten las peleas entre Román y Juan y los celos que siente Angustias cuando ella habla con Gloria. Algunas tardes se sube a la buhardilla de Román a huir del ambiente de la casa, su tío toca música y le invita de vez en cuando a fumar un cigarrillo. La abuela explica la historia de los dos hermanos, y Gloria explica como conoció a Juan y los problemas que tuvieron durante la guerra. Andrea se da cuenta que tiene fiebre, esa noche tiene sueños extraños sobre Román y Gloria. Después de las fiebres vuelve a la Universidad, se da cuenta de que de toda la gente que conoce siente preferencia por Ena. Ena le pide que le presente a su tío Román que resulta que es un conocido violinista,pero Andrea no quiere mezclar los dos mundos.
Tema: Andrea es una estudiante que se va a vivir con sus tios.
Resumen : Andrea es una joven estudiante que, al acabar su bachillerato viaja a Barcelona para estudiar en la universidad. Allí se instala en la triste casa de sus tios. Son muy raros para ella. En la casa, Gloria lo pasó bastante mal, pasaba mucha hambre y había mucha miseria y egoismo.Una noche Gloria y su marido empezaron a discutir por unos cuadros, que Gloria decia que su marido dibujaba mal , en la discusión se metieron también la abuela, una noche de gritos, gemidos y llantos. Gloria finalmente se fue a la habitación de Andrea y se quedo en la cama hablando con ella.
Comentario crítico: Este capitulo me ha gustado , y se ve reflejado la posguerrra, como pasan hambre, y también veo que hay violencia entre Gloria y su marido Juan.
—No seas tozuda, sobrina —me dijo Juan—.
Te vas a morir de hambre.
Y me puso las manos en el hombro con una torpe caricia.
—No, gracias; me las arreglo muy bien...
Mientras tanto eché una mirada de reojo a mi tío y vi que tampoco a él
parecían irle bien las cosas. Me había cogido bebiendo el agua que sobraba de
cocer la verdura y que estaba fría y olvidada en un rincón de la cocina,
dispuesta a ser tirada.
Antonia había gritado con asco:
—¿Qué porquerías hace usted? Me puse encarnada.
—Es que a mí este caldo me gusta. Y como veía que lo iban atirar...
A los gritos de Antonia acudieron los demás de la casa. Juan me
propuso una conciliación de nuestros intereses económicos.
Yo me negué.
La verdad es que me sentía más feliz
desde que estaba desligada de aquel nudo de las comidas en la casa. No importaba
que aquel mes hubiera gastado demasiado y apenas me alcanzara el presupuesto de
una peseta diaria para comer: la hora del mediodía es la más hermosa en
invierno. Una hora buena para pasarla al sol en un parque o en la plaza de
Cataluña. A veces se me ocurría pensar, con delicia, en lo que sucedería en
casa. Los oídos se me llenaban con los chillidos del loro y las palabrotas de
Juan. Prefería mi vagabundeo libre.
Aprendí a conocer excelencias y sabores en los que antes no había
pensado; por ejemplo, la fruta seca fue para mí un descubrimiento. Las
almendras tostadas, o mejor, los cacahuetes, cuyadelicia dura más tiempo porque hay que desprenderlos de su cáscara, me
producían fruición.
La verdad es que no tuve paciencia
para distribuir las treinta pesetas que me quedaron el primer día, en los
treinta días del mes. Descubrí en la calle de Tallers un restaurante barato y
cometí la locura de comer allí dos o tres veces. Me pareció aquella comida más
buena que ninguna de las que había probado en mi vida, infinitamente mejor que
la que preparaba Antonia en la calle de Aribau. Era un restaurante curioso.
Oscuro, con unas mesas tristes. Un camarero abstraído me servía. La gente comía
deprisa, mirándose unos a otros, y no hablaban ni una palabra. Todos los restaurantes
y comedores de fondas en los que yo había entrado hasta entonces eran
bulliciosos menos aquél. Daban una sopa que me parecía buena, hecha con agua
hirviente y migas de pan. Esta sopa era siempre la misma, coloreada de amarillo
por el azafrán o de rojo por el pimentón; pero en la carta cambiaba de nombre
con frecuencia. Yo salía de allí satisfecha y no me hacía falta más.
Por la mañana cogía el pan —apenas
Antonia subía las raciones de la panadería— y me lo comía entero, tan caliente
y apetitoso estaba. Por las noches, no cenaba, a no ser que la madre de Ena
insistiese en que me quedase en su casa alguna vez. Yo había tomado la
costumbre de ir a estudiar con Ena muchas tardes y la familia empezaba a
considerarme como cosa suya.
Pensé que realmente estaba comenzando para mí un
nuevo renacer, que era aquélla la época más feliz de mi vida, ya que nunca
había tenido una amiga con quien me compenetrara tanto, ni esta magnífica
independencia de que disfrutaba. Los últimos días del mes los pasé alimentándome
exclusivamente del panecillo de racionamiento que devoraba por las mañanas —por
esta época fue cuando me cogió Antonia bebiendo el agua de hervir la verdura¾, pero empezaba a acostumbrarme y la prueba
es que en cuanto recibí mi paga del mes de marzo la gasté exactamente igual. Me
acuerdo que sentía un hambre extraordinaria cuando tuve el nuevo dinero en mis
manos, que era una sensación punzante y deliciosa pensar que podría
satisfacerla enseguida. Más que cualquier clase de alimento, deseaba dulces.
Compré una bandeja y me fui a un cine caro. Tenía tal impaciencia que antes de
que se apagara la luz corté un trocito de papel para comer un poco de crema,
aunque miraba de reojo a todo el mundo poseída de vergüenza. En cuanto se
iluminó la pantalla y quedó la sala en penumbra, yo abrí el paquete y fui
tragando los dulces uno a uno. Hasta entonces no había sospechado que la comida
pudiera ser algo tan bueno, tan extraordinario... Cuando se volvió a encender
la luz no quedaba nada en la bandeja. Vi que una señora, a mi lado, me miraba
de soslayo y cuchicheaba con su compañero. Los dos se reían.
En la calle de Aribau también pasaban hambre sin las compensaciones
que a mí me reportaba. No me refiero a Antonia y a Trueno.Supongo que estos dos tenían el sustento asegurado gracias a la
munificencia de Román. El perro estaba reluciente y muchas veces le vi comer
sabrosos huesos. También la criada se cocinaba su comida aparte. Pero pasaban
hambre Juan y Gloria y también la abuela y hasta a veces el niño.
Román estuvo otra vez de viaje cerca de dos meses. Antes de marcharse
dejó algunas provisiones para la abuela, leche condensada y otras golosinas
difíciles de conseguir en aquellos tiempos. Nunca vi que la viejecilla las
probara. Desaparecían misteriosamente y aparecían sus huellas en la boca del
niño.
El día mismo en que Juan me invitó a
unirme otra vez a la familia, tuvo una terrible discusión con Gloria. Todos
oímos los gritos que daban en el estudio. Salí al recibidor y vi que el pasillo
estaba interceptado por la silueta de la criada, que aplicaba el oído.
—Estoy harto de tanta majadería —gritó Juan—, ¿entiendes? ¡Ni siquiera
puedo renovar los pinceles! Esa gente nos debe mucho dinero aún. Lo que no
comprendo es que no quieras que vaya yo a reclamárselo.
—Pues, chico, si me diste palabra que no te meterías en nada y que me
dejarías hacer, ahora no te puedes volver atrás. Y ya sabes que estabas muy
contento cuando pudiste vender esa porquería de cuadro a plazos...
—¡Te voy a estrangular! ¡Maldita!
La criada suspiró con deleite, y yo me marché a la calle a respirar su
aire frío, cargado de olores de las tiendas. Las aceras, teñidas de la humedad
crepuscular, reflejaban las luces de los faroles recién encendidos.
Cuando volví, la abuela y Juan estaban cenando. Juan comía distraído,
y la abuela, sosteniendo al niño en sus rodillas, llevaba una conversación
incoherente desmenuzando pan en el tazón demalta que iba bebiendo, sin leche ni azúcar. Gloria
no estaba. Había salido poco después que yo a la calle.
Aún no había llegado ella cuando, con
el estómago angustiado y vacío, me metí en la cama. Enseguida caí en un ensueño
pesado en el que el mundo se movía como un barco en alta mar... Tal vez estaba
en el comedor de un barco y comía algún buen postre de fruta. Me despertaron unos
gritos pidiendo socorro.
Enseguida me di cuenta de que era Gloria la que gritaba y de que Juan
le debería estar pegando una paliza bárbara. Me senté en la cama pensando en si
valdría la pena acudir. Pero los gritos continuaban, seguidos de las maldiciones
y blasfemias más atroces de nuestro rico vocabulario español. Allí, en su
furia, Juan empleaba los dos idiomas, castellano y catalán, con pasmosa
facilidad y abundancia.
Me detuve a ponerme el abrigo y me asomé por fin a la oscuridad de la
casa. En la cerrada puerta del cuarto de Juan golpeaban la abuela y la criada.
—Juan! ¡Juan! ¡Hijo mío, abre!
—Señorito Juan, ¡abra!, ¡abra usted!
Oíamos dentro tacos, insultos. Carreras y tropezones con los muebles.
El niño comenzó a llorar allí encerrado también y la abuela se desesperó. Alzó
las manos para golpear la puerta y vi sus brazos esqueléticos.
—Juan! Juan! ¡Ese niño!
De pronto se abrió la puerta de una patada de Juan, y Gloria salió
despedida, medio desnuda y chillando. Juan la alcanzó y aunque ella trataba de
arañarle y morderle, la cogió debajo del brazo y la arrastró al cuarto de
baño...
—¡Pobrecito mío!
Gritó la abuela cogiendo al niño, que se había puesto de pie en la
cuna, agarrándose a la barandilla y gimoteando... Luego, cargada con el nieto,
acudió a la refriega.
Juan metió a Gloria en la bañera y,
sin quitarle las ropas, soltó la ducha helada sobre ella. Le agarraba
brutalmente la cabeza, de modo que si abría la boca no tenía más remedio que
tragar agua. Mientras tanto, gritó, volviéndose a nosotras:
—¡Y vosotras a la cama! ¡Aquí no tiene
que hacer nada nadie! Pero no nos movíamos. La abuela suplicaba:
—¡Por tu hijo, por tu niño! ¡Vuelve en
ti, Juanito!
De
pronto Juan soltó a Gloria —cuando ella ya no se resistía— y vino hacia
nosotras con tal rabia que Antonia se escabulló inmediatamente, seguida del
perro, que iba gruñendo con el rabo entre las piernas.
—¡Y tú, mamá! ¡Llévate inmediatamente
a ese niño donde no le vea o le estrello!
Gloria, de rodillas en el fondo de la bañera, empezó a llorar con la
cabeza apoyada en el borde, ahogándose, con grandes sollozos.
Yo estaba encogida en un rincón del oscuro pasillo. No sabía qué
hacer. Juan me descubrió. Estaba ahora más calmado.
—¡A ver si sirves para algo en tu
vida! —me dijo—. ¡Trae una toalla!
Las costillas se le destacaban debajo de la camiseta que llevaba, y le
palpitaban violentamente.
Yo no tenía idea de dónde se guardaba
la ropa en aquella casa. Traje mi toalla y además una sábana de mi cama, por si
hacía falta. Me daba miedo de que Gloria pudiera atrapar una pulmonía. Yo misma
sentí un frío espantoso.
Juan intentó sacar a Gloria de la bañera de un solo tirón, pero ella
le mordió la mano. Él soltó una blasfemia y le empezó a dar puñetazos en la
cabeza. Luego se quedó otra vez quieto y jadeante.
—Por mí puedes morirte, ¡bestia! —le dijo al fin. Y se fue, dando un
portazo y dejándonos a las dos. Me incliné hacia Gloria.
—¡Vamos! ¡Sal enseguida, mujer!
Ella continuaba temblando, sin
moverse, y, al sentir mi voz, empezó a llorar insultando a su marido. No opuso
resistencia cuando empecé a sacudirla y a tratar de que saliera de la bañera.
Ella misma se quitó las ropas chorreantes, aunque sus dedos le obedecían con
dificultad. Frotando su cuerpo lo mejor que pude, entré yo en calor. Luego me
sobrevino un cansancio tan espantoso que me temblaban las rodillas.
—Ven a mi cuarto, si quieres —le dije, pareciéndome imposible volver a
dejarla en manos de Juan.
Me siguió envuelta en la sábana y castañeteándole los dientes. Nos
acostamos juntas, envueltas en mis mantas. El cuerpo de Gloria estaba helado y
me enfriaba, pero no era posible huir de él; sus cabellos mojados resultaban
oscuros y viscosos como sangre sobre la almohada y me rozaban la cara a veces.
Gloria hablabacontinuamente. A pesar de todo
esto mi necesidad de sueño era tan grande que se me cerraban los ojos.
—El bruto... El animal... Después de todo lo que hago por él. Porque
yo soy buenísima, chica, buenísima... ¿Me escuchas, Andrea? Está loco. Me da miedo. Un día me va a matar... No
te duermas, Andreíta... ¿Qué te parece si me escapara de esta casa? ¿Verdad que
tú lo harías, Andrea? ¿Verdad que tú en mi caso no te dejarías pegar?... Y yo
que soy tan joven, chica... Román me dijo un día que yo era una de las mujeres
más lindas que había visto. A ti te diré la verdad, Andrea. Román me pintó en
el parque del castillo... Yo misma me quedé asombrada de ver lo guapa que era
cuando me enseñó el retrato... ¡Ay, chica! ¿Verdad que soy muy desgraciada?
El sueño me volvía a pesar en las
sienes. De cuando en cuando me espabilaba, sobresaltada, para atender a un
sollozo o a una palabra más fuerte de Gloria.
—Yo soy buenísima, buenísima... Tu abuelita misma lo dice. Me gusta
pintarme un poco y divertirme un poquito, chica, pero es natural a mi edad...
¿Y qué te parece eso de no dejarme ver a mi propia hermana? Una hermana que me
ha servido de madre... Todo porque es de condición humilde y no tiene tantas
pamplinas... Pero en su casa se come bien. Hay pan blanco, chica, y buenas
butifarras... ¡Ay, Andrea! Más me valdría haberme casado con un obrero. Los
obreros viven mejor que los señores, Andrea; llevan alpargatas, pero no les
falta su buena comida y su buen jornal.Ya quisiera Juan tener el buen
jornal de un obrero de fábrica... ¿Quieres que te diga un secreto? Mi hermana
me proporciona a veces dinero cuando estamos apurados. Pero si Juan lo supiera
me mataría. Yo sé que me mataría con la pistola de Román... Yo misma le oí a
Román decírselo:«Cuando quieras saltarte la tapa de los sesos o saltársela a la
imbécil de tu mujer, puedes utilizar mi pistola»... ¿Tú sabes, Andrea, que
tener armas está prohibido? Román vacontra la ley...
El perfil de Gloria se inclinaba para acechar mi sueño. Su perfilde rata
mojada.—... ¡Ay,Andrea! A veces voy a casa de mi hermana sólo para comer bien, porque
ella tiene un buen establecimiento, chica, y gana dinero. Allí hay de todo lo
que se quiere... Mantequilla fresca, aceite, patatas, jamón... Un día te
llevaré.
Suspiré completamente despierta ya al oír hablar de comida.
Mi estómago empezó a esperar con ansia
mientras escuchaba la enumeración de los tesoros que guardaba en su despensa la
hermana de Gloria. Me sentí hambrienta como nunca lo he estado. Allí, en la
cama, estaba unida a Gloria por el feroz deseo de mi organismo que sus palabras
habían despertado, con los mismos vínculos que me unían a Román cuando evocaba
en su música los deseos impotentes de mi alma.
Algo así como una locura se posesionó de mi bestialidad al sentir tan
cerca el latido de aquel cuello de Gloria, que hablaba y hablaba. Ganas de
morder en la carne palpitante, masticar. Tragar la buena sangre tibia... Me
retorcí sacudida de risa de mis propios espantosos desvaríos, procurando que
Gloria no sorprendiera aquel estremecimiento de mi cuerpo.
Fuera, el frío se empezó a deshacer en gotas de agua que golpearon los
cristales. Yo pensé que, siempre que hablaba Gloria conmigo largamente, llovía.
Parecía que aquella noche no iba a acabarse nunca. El sueño había huido. Gloria
cuchicheó de pronto poniéndome una mano en el hombro.
—¿No oyes?... ¿No oyes?
Se sentían los pasos de Juan. Debía de
estar nervioso. Los pasos llegaban hasta nuestra puerta. Se separaban,
retrocedían. Al fin volvieron otra vez y entró Juan en el cuarto, encendiendo
la luz, que nos hizo parpadear deslumbradas. Sobre la camiseta de algodón y los
pantalones que llevaba anteriormente se había puesto su abrigo nuevo. Estaba
despeinado y unas sombras tremendas le comían los ojos y las mejillas. Tenía un
tipo algo cómico. Se quedó en el centro de la habitación con las manos puestas
en los bolsillos, moviendo la cabeza y sonriendo con una especie de ironía
feroz.
—Bueno. ¿Qué hacéis que no continuáis
hablando?... ¿Qué importa que esté yo aquí?... No te asustes, mujer, que no te
voy a comer... Andrea, sé perfectamente lo que te está diciendo mi mujer. Sé
perfectamente que me cree un loco porque pido por mis cuadros el justo valor...
¿Crees tú que el desnudo que he pintado a Gloria vale sólo diez duros? ¡Sólo en
tubos y en pinceles he gastado más en él!... ¡Esta bestia se cree que mi arte
es igual que el de un albañil de brocha gorda!
—¡Vete a la cama, chico, y no fastidies! Éstas no son horas de
molestar a nadie con tus dichosos cuadros... He visto otros que pintaban mejor
que tú y no se envanecían tanto. Me has pintado demasiado fea para poder gustar
a nadie...
—No me acabes la paciencia. ¡Maldita!
O... Gloria, debajo de la manta, se volvió de espaldas y se echó a llorar.
—Yo no puedo vivir así, no puedo...
—Pues te vas a tener que aguantar, ¡sinvergüenza!, y cualquier día te
mataré como te vuelvas a meter con mis cuadros... Mis cuadros desde hoy no los
venderá nadie más que yo... ¿Entiendes? ¿Entiendes lo que te digo? ¡Cómo te
vuelvas a meter en el estudio te abriré la cabeza! Prefiero que se muera de
hambre todo dios a...
Empezó a pasearse por la habitación
con una rabia tan grande que sólo podía mover los labios y lanzar sonidos
incoherentes.
Gloria tuvo una buena idea. Se levantó de la cama, erizada de frío, se
acercó a su marido y le empujó por la espalda.
—¡Vamos, chico! ¡Bastante hemos molestado a Andrea! Juan la rechazó
con rudeza.
—¡Que se aguante Andrea! ¡Que se aguante todo el mundo! También yo los
soporto a todos.
—Anda, vamos a dormir...
Juan empezó a mirar a todos lados, nervioso. Cuando ya salía dijo:
«La mañana sube, poco a poco, trepando como un gusano por los corazones de los hombres y de las mujeres de la ciudad; golpeando, casi con mimo, sobre los mirares recién despiertos, esos mirares que jamás descubren horizontes nuevos, paisajes nuevos, nuevas decoraciones. La mañana, esa mañana eternamente repetida, juega un poco, sin embargo, a cambiar la faz de la ciudad, ese sepulcro, esa cucaña, esa colmena...»
Camilo J. Cela, La Colmena
Las condiciones sociales en España después de la Guerra Civil son difíciles de imaginar para los jóvenes, excepto por comparación con otras realidades en el mundo actual: Afganistán, Irak, Sudán, un país centroamericano. La memoria de los ancianos se resume en: "hambre". Pero podría añadirse: aislamiento, totalitarismo, propaganda, persecución salvaje. Y entonces la imagen se asemejaría a Corea del Norte.
Pues bien, incluso en ese ambiente hubo escritores y autoras capaces de afrontar el riesgo de escribir y otros que solo pudieron superar el riesgo de vivir (presos, silenciados).
A grandes rasgos, la cultura española de los años 40 se divide en franjas ideológicas, aunque mucho más interrelacionadas de lo que supone la teoría:
Arraigo
Escritores conformes con el estado de cosas o simpatizantes del bando vencedor en la Guerra. No se caracterizan solo, o no tanto, por su retórica propagandística, como por una visión idealizada de la realidad y el uso de formas clásicas: lírica tradicional,. novela convencional, teatro intrascendente.
- Poesía: Destacan Luis Rosales y Leopoldo Panero, por su trayectoria posterior. Publican en las revistas Escorial y Garcilaso. Utilizan la métrica de los siglos de oro españoles; en cierta medida, conectan con la estética del Grupo del 27 antes de la República (años 20). Tratan temas paisajísticos, heroicos, épicos.
- Narrativa: Glorifica al régimen o sirve solo al entretenimiento.
- Teatro y Cine: "Alta comedia", con personajes y paisajes de lujo comedia de enredo, teatro de propaganda fascista o tradicionalista.
Los escritores y escritoras desafectos al régimen, aunque procedan de familias favorecidas por la Guerra, comienzan por expresar su desgarro, su grito o el absurdo, a semejanza de toda una generación europea: el existencialismo.
- Poesía: A los autores jóvenes les sirve de referente la poesía de Miguel Hernández, distribuida de forma clandestina, así como dos obras emblemáticas de autores del 27 que continuaron viviendo y publicando en España: Dámaso Alonso: Hijos de la ira, y Vicente Aleixandre, Sombra del paraíso (ambos en 1944). Su principal órgano de expresión fue la revista Espadaña, en León. A partir de finales de la década se empieza a escribir poesía social, con un objetivo didáctico y político. Sus principales autores son Blas de Otero, Gabriel Celaya y José Hierro.
Este último se convirtió en integrante principal de una nueva generación de poetas: el grupo del 50 (o la quinta del 42, como titula uno de sus libros), caracterizados por el verso libre, la mezcla de lengua culta y registro informal, los temas de su experiencia cotidiana o íntima y una exquisita preocupación por el ritmo. Pero el análisis de su obra corresponde a otro artículo, pariente de la novela en los años 50 y posteriores.
Retrato de Miguel Hernández por Buero Vallejo
- Narrativa: Durante los años 40 comienzan a publicar novelisyas que seguirán haciéndolo durante tres décadas, con gran éxito: Carmen Laforet(Nada, La isla y los demonios, La mujer nueva), Camilo José Cela (La familia de Pascual Duarte, La Colmena) y Miguel Delibes (El camino). Los tres tienen una personalidad muy definida, lo que hace imposible hablar de una corriente como la que marcará los años 50. Se anticipan al realismo social, pero otorgan una gran relevancia a la experiencia personal y, en gran medida, a su propia memoria.
- Teatro: Un escritor que compartió cárcel con Miguel Hernández llega a convertirse en protagonista de la escena española durante las dos décadas posteriores: AntonioBuero Vallejo. Su primera obra, Historia de una escalera, que retrata los conflictos de la vida cotidiana en una comunidad de vecinos, contrasta con el teatro y el cine dominados por la "alta comedia" (personajes burgueses) o películas folclóricas que idealizaban la vida rural.
Exilio
Durante y después de la Guerra Civil, la mayoría de creadores e intelectuales afines a la República buscaron refugio en Europa y, sobre todo, América Latina o EEUU. Algunos, como Max Aub, pasaron por campos de concentración en Francia y Argelia, antes de llegar. Se formó un grupo más homogéneo en México, donde los intelectuales españoles encontraron acogida y participaron en la educación, la cultura o la industria del cine, como Luis Buñuel. Véase el trailer de su película Los olvidados (1950), que recibió la Palma de Oro en el Festival de Cannes:
- Poesía: Con excepción de Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso y Gerardo Diego, los demás autores del Grupo de 1927 se exiliaron. Las trayectorias creativas se diversificaron, pero no se detuvieron: Luis Cernuda en el Reino Unido, EEUU y México; Pedro Salinas y Jorge Guillén en universidades de EEUU; Rafael Alberti en Argentina e Italia. Manuel Altolaguirre y Emilio Prados, malagueños y editores de la revista Litoral, escriben sus mejores obras en el exilio.
Pero el poeta más representativo del "desarraigo en el exilio" fue León Felipe, inspirado por el escritor norteamericano Wall Whitman y la poesía en versículos (p.ej. los salmos de la Biblia). Su vida y su poesía fueron un constante clamor contra la injusticia. El siguiente clip de vídeo es una creación de la poeta Edith Checa, afincada en Sevilla, a partir del poema "Qué lástima":
- Narrativa: No se les clasifica en el grupo del 27, pero se formaron en la literatura de vanguardia durante los años 20 y en el compromiso político durante la República. El novelista Ramón J. Sender, de quien hemos leído una novela ambientada en Sevilla, La tesis de Nancy, tuvo gran éxito durante varias décadas. Aunque su escritura tiene una intencionalidad política, se distingue del realismo social por su capacidad fabuladora, sus tramas intrincadas y la eficacia humorística.
No obstante, quienes manifestaban mayor interés por la calidad literaria de sus obras fueron Francisco Ayala, Max Aub y Rosa Chacel. En concreto, Max Aub se caracteriza por una constante experimentación formal y un humor vanguardista al recrear la memoria de la Guerra Civil y los campos de concentración (El laberinto mágico) o al inventar juegos narrativos, como la biografía de un pintor exiliado que nunca existió (Jusep Torres Campalans), la cual llenó de anécdotas verosímiles y adornó con obras originales del propio Aub.
Posvanguardismo
Hubo autores que siguieron viviendo en España a la vez que conectados con la neovanguardia, después de la Segunda Guerra Mundial. Cultivan una literatura lúdica, en la que tiene mucha relevancia el grafismo, lo visual, la simbología y la ruptura de las normas, por medio del humor. Su contemporáneo en el exilio, como acabamos de ver, sería Max Aub.
- Poesía: Se promueve un movimiento neovanguardista, el postismo, liderado por Carlos Edmundo de Ory, así como una poesía simbolista y onírica.
- Teatro: Destacan autores con un relativo éxito que se anticipan y conviven con el "teatro del absurdo" en Europa, su denuncia y ridiculización de la moralidad burguesa. Convierten la "alta comedia" en base de sus parodias. Sin embargo, su público eran los burgueses a quienes parodiaban: Miguel Mihura (Tres sombreros de copa), Enrique Jardiel Poncela(Eloísa está debajo de un almendro).
Fuera de cualquier clasificación se sitúa la lírica de un grupo de poetas andaluces, editores de la revista Cántico, que se caracterizan por su vitalismo y sensualidad, a la vez que demuestran mayor interés por la forma estética. El más longevo y de obra más extensa ha sido el cordobés Pablo García Baena, amante eterno.
El tema del texto es la confesión de un asesino. A lo largo del texto el narrador explica que son las dos de la madrugada y al día siguiente debe madrugar. El problema es que tiene visita en casa y sería de mala educación echarlos. Nada de lo que dicen le interesa y solo puede pensar en que si no duerme por la mañana tendrá sueño. Podría simular bostezos para hacerles ver que quiere que se marchen, pero eso también sería grosero. Entonces, mientras los invitados hablaban y hablaban, se le ocurrió la solución al problema, matarlos con veneno, una solución más "educada".
La estructura del texto es lineal. Es un texto fundamentalmente narrativo, aunque también aparecen diálogo en estilo indirecto y argumentaciones. Pertenece a un libro de relatos cortos. Pertenece a la narrativa, y es un cuento.
Está narrado en primera persona. El protagonista es el narrador de la historia que es impaciente, egoísta, calculador e hipócrita; sobretodo hipócrita, cosa que le lleva a no bostezar por que sería grosero, pero no pensárselo dos veces a la hora de cometer un asesinato. Los personajes principales son los invitados, las víctimas del protagonista, son alegres, despreocupados, y algo egoístas. Todo sucede en una habitación en la que están todos reunidos, en un corto espacio de tiempo, que se hace eterno para el narrador, sensación que se muestra gracias a númerosas repeticiones de distinto tipo.
Max Aub Mohrenwitz (París1903-México D.F.1972) . Escritor español de origen francés. Toda su obra la
escribe en español, cultivando diferentes géneros: narrativa, teatro y
poesía. Siendo un niño, su familia -padre alemán y madre francesa- se
traslada a España por motivos de trabajo y en medio de la I Primera
Guerra Mundial se establece en Valencia, donde Max cursa el
bachillerato. Recibe una educación muy rica y desde niño
destaca por su facilidad para aprender idiomas. Al terminar sus estudios
recorre el país como viajante de comercio y al cumplir los veinte años
decide adoptar la nacionalidad española.
En los años 20 es afín a la estética vanguardista y gracias a su
trabajo como viajante asiste a tertulias de Barcelona de los
vanguardistas de la época.
De ideas socialistas, durante la guerra civil se compromete con la
República y colabora con André Malraux en la película Sierra de
Teruel (Espoir). Al terminar la contienda se exilia a
París, pero preparando su marcha a México le detienen y es recluido en
diferentes campos de concentración de Francia y del norte de África. Tras tres años de
encarcelamiento consigue embarcar para México.
Se gana la vida gracias al periodismo, escribiendo en los diarios Nacional
y Excelsior, y también en el cine ejerciendo de autor,
coautor, director, traductor de guiones cinematográficos y profesor de
la Academia de Cinematografía. En 1944 es nombrado secretario de la
Comisión Nacional de Cinematografía.
Desde mediados de los 50 viaja por Estados Unidos y Europa pero sin
poder entrar en España, desarrollando activamente en estos años su
actividad literaria, periodística y cineasta. En 1969 por fin se le
permite entrar en España y recupera parte de su biblioteca personal, que
estaba en la Universidad de Valencia.
A su vuelta a México sigue con sus estudios de la figura de Luis
Buñuel; posteriormente participa como jurado en el festival de Cannes,
da conferencias por todo el mundo y, tras otro viaje a España, muere en
1972 en México.
Crímenes ejemplares es un libro que contiene confesiones de asesinatos, los motivos que llevaron al criminal para matar a su víctima y en este caso la hipocresía. Critica el sobreponer las buenas formas frente a las que deberían ser nuestras normas morales.
El tema del texto sera siempre por desgracia un tema de actualidad, los asesinatos a sangre fría. Es raro el día en el que no aparece un asesinato en las noticias, lo que no es tan común es la forma de tratar el asunto, ya que en vez de centrarse en el como, se centra en el porque, en los motivos que se le pasaron por la cabeza al asesino antes de matar a su víctima.
El texto me ha resultado curioso, ya que el protagonista se encuentra en una situación verosímil, algo que puede pasarle a cualquiera, pero en vez de solucionarlo por el método convencional (aguantarse, echar a los invitados) en su afán de conservar sus formas mata a los invitados. El desenlace de la historia aunque es breve deja ver cómo va a proceder el protagonista con claridad. Me ha gustado este nuevo enfoque del asesino.
El artículo que habéis comentado de Antonio Muñoz Molina, "El reino de las voces", se inserta en la edición de sus columnas periodísticas, bajo el título Las apariencias (1996, textos escritos entre 1988 y 1991 en los diarios ABC y El País). Pero también es una referencia lúdica del propio autor al primer capítulo de su novela más premiada, El jinete polaco (1991); un guiño a los lectores. A partir de esta obra se ha hecho explícito el juego constante entre memoria y ficción en sus novelas y, quizá, también en sus textos periodísticos.
No obstante, creo que el contrato del periodista con sus lectoras y lectores exige un grado mucho mayor de cercanía a la realidad que el no-contrato del novelista. Para empezar, si sabemos que un periodista nos engaña, dejamos de leerlo. Probablemente haya más apariencia sin realidad en el discurso de un candidato electoral, a la vista del abismo entre palabras y hechos que han cavado los dos últimos gobiernos de este país.
Os ofrezco aquí el capítulo de la novela, para que comparéis sus semejanzas y diferencias con el artículo ya conocido. Espero no vulnerar derechos editoriales; en cualquier caso, será con un fin pedagógico:
El reino de las voces
Sin que se dieran
cuenta se les hizo de noche en la habitación de donde no habían
salido en muchas horas, donde habían estado abrazándose y conversando en una
voz cada vez más baja, como si la penumbra y luego la oscuridad que no notaban
hubieran ido apaciguando el tono de sus voces pero no la avidez mutua de
palabras, igual que se había apaciguado el modo al principio perentorio en que
satisfacían y simultáneamente alimentaban su deseo, cuando regresaban caminando
bajo la nieve y el frío de la taberna irlandesa donde habían almorzado, el pie
descalzo de ella buscándolo con desvergüenza y sigilo bajo el amparo
insuficiente del mantel, la casi persecución en el ascensor, ante la puerta, en
el pasillo, en el cuarto de baño, la ropa arrancada con una delicada furia de
impaciencia y las bocas mordiéndose mientras su doble respiración crecía en el
calor de la habitación a media tarde, en la luz listada de las persianas que
dejaban entrever al otro lado de la calle una hilera de árboles con las ramas
peladas cuyo nombre ella no supo decirle y una fila de casas de ladrillo rojo
con dinteles de piedra, con llamadores dorados y puertas pintadas de un negro
brillante que a él le daban la tranquilizadora sensación de estar en Londres o
en cualquier otra ciudad anglosajona y silenciosa, a pesar del ruido del
tráfico que llegaba desde las avenidas, de las sirenas de los coches de la
policía y de los camiones de bomberos, un pesado rumor que envolvía el núcleo
de silencio en que los dos respiraban igual que la ciudad ilimitada y temible
envolvía el espacio breve del apartamento, la cámara segura como un submarino
en la que si se paraban a pensarlo era casi imposible que se hubieran
encontrado, entre tantos millones de hombres y mujeres, de caras, de nombres,
de gritos, de idiomas, de conversaciones telefónicas.
Vivían con naturalidad en el interior de una especie de
milagro que ni siquiera habían solicitado ni esperado, casi desconocidos hasta
unos días antes y ahora reconociéndose cada uno en la mirada, en la voz y en el
cuerpo del otro, vinculados no sólo por la costumbre tranquila y candente del
amor sino también por las voces y los testimonios de un mundo que irrumpía en
ellos viniendo del pasado tan tumultuosamente como vuelve la savia a una rama
que pareció muerta y seca durante todo el invierno, por la figura del jinete
que cabalga a través de un paisaje nocturno, por las pupilas fijas en la
oscuridad y en el vacío de una mujer emparedada que permaneció incorrupta
durante setenta años, por el baúl de las fotografías de Ramiro Retratista y una
Biblia protestante escrita en un inconcebible español del siglo XVI cuyas
páginas recorrían ahora sus manos igual que las habían recorrido desde hacía
más de cien años las manos de los muertos extraviados en la distancia y en el
tiempo, sepultados al otro lado del mar, en una ciudad cuyo nombre les
resultaba tan extraño decirse en aquel apartamento que les parecía situado en
ninguna parte, Mágina, sus vocales rotundas como una luz de mediodía, sus duras
consonantes tan cortadas en ángulos como las piedras en las esquinas de los palacios
de piedra color arena, amarilla en el sol de la mañana, cobriza en los
atardeceres, casi gris en los días de lluvia, en aquel invierno de su
adolescencia que compartieron sin saberlo hasta el final, ella medio extranjera
y recién llegada de América, con su pelo rojizo y su barbilla irlandesa, él
hosco y callado y deseando marcharse a cualquier parte del mundo a condición de
que no fuera Mágina, Madrid, París, Nueva York, San Francisco, la isla de
Wight, cualquiera de las ciudades o países cuyos nombres leía de niño en el
sintonizador iluminado de la radio y donde se oyeran esos idiomas que lo
fascinaron mucho antes de que empezara a distinguir y a comprender el sonido de
sus palabras, desvelado y solo en medio de la noche, buscando las emisoras
extranjeras de onda corta, manejando el dial con la misma cautela que su padre
cuando buscaba el himno de Riego en la Pirenaica, imaginando que su destino y
la mujer de su vida estaban esperándolo en una ciudad a la que tal vez no iría
nunca: ella nacida en un suburbio con casas de ladrillo rojo o de madera
pintada de blanco a donde llegaban a veces las gaviotas y el viento húmedo de
la bahía y el olor a muelle y a limo y educada en un inglés con acento de
Irlanda y en el límpido español que se hablaba en Madrid antes de la guerra y
le fue transmitido tan involuntariamente por su padre como la expresión
obstinada y atenta de los ojos: él venido al mundo en una noche tempestuosa de
invierno y a la luz de una vela, crecido en las huertas y en los olivares de
Mágina, destinado a dejar la escuela a los catorce o a los quince años y a
trabajar en la tierra al lado de su padre y de sus abuelos y llegada una cierta
edad a buscarse una novia a quien sin duda habría conocido desde la infancia y
a llevarla al altar vestida de blanco después de un noviazgo extenuador de
siete u ocho años, él torpe, enconado, silencioso, rebelde, escribiendo diarios
de furiosa desdicha en cuadernos de apuntes y odiando la ciudad donde vivía y
la única clase de vida que había conocido y que legítimamente tenía derecho a
esperar en nombre de otras vidas que le fueron anunciadas por las canciones,
los libros y las películas, y mucho antes, cuando era niño, por las voces de la
radio y los nombres de ciudades que veía en los mapamundis, alto ahora, cuando
tuvo a Nadia delante de sí y no la supo recordar, a punto de cumplir diecisiete
años y mortificado por la impaciencia de convertirse en un adulto, vestido
siempre de oscuro, con un mechón de pelo negro sobre la frente que le
ensombrecía la mirada, con pantalones vaqueros que para escándalo de sus padres
no se quitaba ni siquiera los domingos y con un chaquetón azul marino abrochado
hasta el cuello que tenía algo de uniforme maoísta, aunque era la guerrera de
guardia de asalto que había estado guardada durante más de treinta años en el
armario de su abuelo Manuel, escondida en el fondo, junto a los correajes y el
canuto de estaño con el diploma de su nombramiento, junto a una caja de lata
llena de billetes de banco que él mostraba con orgullo a sus amigos diciéndoles
que eran dinero de la República: buscando siempre voces y canciones extranjeras
en la radio, imaginando que se iba con una bolsa al hombro y que la carretera
de Madrid se prolongaba infinitamente hacia el norte, hacia lugares donde él
vivía de cualquier modo y se cambiaba de nombre y hablaba sólo en inglés y se
dejaba crecer el pelo hasta los hombros, como cualquiera de los héroes a
quienes reverenciaba, Edgar Allan Poe, Jim Morrison, Eric Burdon, tan
desesperado por marcharse y no volver que no le importaría no ver nunca más ni
a sus amigos ni a la muchacha de la que estaba enamorado entonces, con un amor
hecho más de cobardía y literatura que de entusiasmo y deseo, tan legendario,
doloroso y ridículo, como su propia vida y sus sueños de huida y los versos y
las confesiones que escribía en los cuadernos de apuntes, en las horas muertas
de clase en aquel instituto donde daba clases de literatura con una pesadumbre
de vejación y destierro un profesor de Madrid al que rápidamente apodó el
Praxis el más réprobo de todos los alumnos, un futuro teniente de la Guardia
Civil que ya entonces fumaba grifa, aspiraba a decorarse los brazos con
tatuajes legionarios y se llamaba Patricio Pavón Pacheco. Desconocidos,
cruzándose en las calles de Mágina y tan extraños como si hubieran vivido a una
distancia de siglos, habitados hasta la médula de su conciencia por las voces
de sus mayores, herederos de un valor fracasado mucho antes de que ellos
nacieran y modelados sin saberlo por hechos memorables o atroces de los que
nada sabían, herederos involuntarios de la soledad, del sufrimiento y del amor
de quienes los habían engendrado.
Se incorporó para buscar un cigarrillo en la mesa de noche y
sólo entonces se dio cuenta de lo tarde que era al ver la hora en el despertador,
y calculó instintivamente la hora que sería en Mágina. Ya habría amanecido, su
padre estaría en el mercado ordenando la hortaliza húmeda y brillante sobre el
mostrador de mármol, y tal vez se preguntaría de vez en cuando dónde estaba él,
a cuál de esas ciudades a las que quería irse en la adolescencia lo habría
llevado su oficio errabundo de intérprete. Miró el teléfono y se acordó con
remordimiento de todo el tiempo que había pasado desde la última vez que habló
con sus padres, encendió un cigarrillo y se lo puso a Nadia en los labios,
acariciándole fugazmente la cara y el pelo, no quiso dar todavía la luz, aunque
ya era medianoche, no tenía la sensación del paso de las horas ni la premura de
hacer algo o de llegar a alguna parte. Por qué no nos encontramos entonces, le
dijo, inclinándose sobre ella casi en la oscuridad, no hace unos meses sino
dieciocho años, por qué nos faltó coraje, inteligencia, ironía y astucia, o al
menos me faltaron a mí, qué niebla había en mis ojos que no me dejaba verte cuando
te tenía delante. media vida más joven pero no más deseable que ahora, idéntica
a sí misma, la imaginó queriendo imposiblemente recordarla, su cara irlandesa y
sus ojos españoles y su melena castaña que se volvía roja cuando la deslumbraba
el sol, su manera tan desahogada y vagabunda de andar, no sólo entonces, cuando
sólo vestía zapatillas deportivas y pantalones vaqueros, sino también ahora,
cuando se pone vestidos cortos y ceñidos y zapatos de tacón para que él la mire
y la desee buscándola en el espacio cerrado del apartamento, porque si saliera
vestida así a la calle se quedaría congelada, un vestido amarillo debajo del
cual no había nada más que su piel y un tenue olor a espuma de baño, a perfume
y a cuerpo femenino, pero también, al cabo de unos días, olía a él mismo, a su
saliva y a su semen, los olores tan mezclados como los recuerdos y las
identidades, como sus dos voces que enumeraban y celebraban en la penumbra de
un tiempo sin horarios ni fechas: mañanas, atardeceres, noches y madrugadas en
las que una luz incolora y luego azul se iba estableciendo en la habitación
mientras él la miraba dormir, eligiendo en varios idiomas palabras para
nombrarla igual que elegía las caricias que la condujeran gradualmente hacia el
despertar, con un instinto tranquilo no de poseerla —porque nunca había sabido
ni querido poseer lo que más le importaba— sino de halagarla y cuidarla, de
borrar con el influjo de su paciencia y su asidua ternura todos los infortunios
de su vida y hacer posible esa sonrisa perezosa que le brillaba en los ojos y
en los labios cuando le rebosaba el gusto cumplido del amor, de verla dormirse
otra vez en sus brazos y apartarse de ella con la precaución de que no se
despertara para ir a la cocina y prepararle café, zumo de naranja, pan tostado
y huevos revueltos, con la misma naturalidad que si hubieran vivido siempre
juntos en ese apartamento que ella había compartido hasta unos meses antes con
otro, con el ex marido cuyas fotos desaparecieron de la casa —él las buscaba,
en accesos de celos, lacerado por el pensamiento de los hombres con los que
ella había estado, como si le hubiera sido infiel antes de conocerlo— y con el
hijo rubio que le sonreía, también a él, que al mirar sus fotos se sentía un
intruso, en la mesa de noche, en el armario de los libros, junto a la máquina
de escribir donde ella trabajaba, pero que se le hacía más presente cuando se
asomaba con un poco de aprensión y pudor a su dormitorio vacío y miraba la cama
con sábanas de colores y los juguetes alineados en las estanterías, superhéroes
de los dibujos animados y barcos y motoristas y tiovivos de lata que ella había
recibido de su padre y entregado a su hijo con un sentimiento de nostalgia sin
pérdida y de perduración que a él le estaba vedado, porque no tenía hijos ni había
considerado nunca la posibilidad de tenerlos y sólo ahora, cuando estaba
enamorado de una mujer que había parido a uno, comprendía o sospechaba el
orgullo de reconocerse en su existencia. Qué raro, pensaba, que alguien haya
nacido de ella y la necesite más que yo. La dejó dormida, le apartó el pelo
húmedo de la cara para besarle los labios, los pómulos y las sienes, bajó del
todo la persiana del dormitorio y echó las cortinas para que no volviera a
despertarla la luz de la mañana de invierno, y en el grabado del jinete que
estaba colgado enfrente de la cama fue como si también cayera otra vez la noche
y se avivara el fuego que alguien había encendido junto a un río y en el que
unos tártaros sublevados contra el zar calentaban hasta el rojo vivo el filo del
sable que en apariencia cegaría a Miguel Strogoff.
Quién es, se preguntó de nuevo, hacia dónde cabalga, desde
cuándo, durante cuántos años y en cuántos lugares miró el comandante Galaz ese
grabado oscuro del jinete con el gorro tártaro y el carcaj y el arco sujetos a
la grupa, con la mano derecha casi vanidosamente apoyada en la cintura mientras
la izquierda sostenía la brida del caballo, mirando no hacia el camino que
apenas se distinguiría en la noche sino más allá de los ojos del espectador,
desafiándolo a averiguar su misterio y su nombre. Recogió del suelo la bata de
seda que ella se ponía al salir de la ducha y que se le deslizaba luego sobre
la piel fresca y perfumada como los hilos del agua y estuvo oliéndola hasta que
su respiración la humedeció, se preparó un café, miró el reloj de la cocina,
que marcaba una hora inexacta, porque ella no se había molestado en cambiarla
cuando los periódicos y las autoridades dieron el aviso, volvió al salón con la
taza en la mano, puso muy bajo un disco de Bola de Nieve que habían estado
escuchando la noche anterior, volvió a mirarla, quieto en el umbral del
dormitorio, murmurando la letra de un bolero, con una atenta ternura que le
reavivaba solitariamente el deseo y le desfallecía las rodillas, como si
tuviera dieciséis años y estuviera viendo por primera vez a una mujer desnuda,
dormida, con las piernas abiertas, con el edredón entre los muslos, cubriendo a
medias el vello denso y rizado, afeitado justo en la orilla de las ingles,
agradecido por la impunidad con que se le concedía el derecho a admirarla, a
hundir golosamente en ella, para que despertara, la lengua o los dedos,
blasfemo y devoto, Dog, Siod, Brausen, Elohim, pensaba, a una yegua del carro
de faraón te he comparado, amiga mía, repitiendo en voz baja su nombre, Nadia,
Nadia Allison, Nadia Galaz, cada vez con la inflexión de cada uno de los
idiomas con los que se ganaba la vida, y luego, bajando los ojos, miró con
ironía y orgullo y casi vanidad la consecuencia inmediata y arrogante de lo que
estaba viendo, trújome a la cámara del vino y su bandera de amor puso sobre
mí, leía ella en la Biblia que perteneció a don Mercurio, y para no caer en
la tentación de volver a despertarla se puso los pantalones y volvió al lugar
donde estaban el baúl de Ramiro Retratista y el resumen de todas las
fotografías que había tomado en Mágina a lo largo de cuarenta años,
desordenadas en el suelo, sobre los cojines del sofá, algunas de ellas apoyadas
verticalmente sobre los lomos de los libros, en la estantería, junto a las
fotos en color del hijo de Nadia. Se acordó de un baúl siempre cerrado que
estaba en el desván de la casa de sus padres y en el que él se escondió una vez
cuando tenía siete u ocho años, de los baúles providenciales que encontraban
los náufragos de las novelas en las playas de sus islas desiertas: no percibía
hechos ni objetos singulares, sensaciones irrepetibles, palabras sin
resonancia, lugares aislados: a su alrededor, en su conciencia, en su mirada,
hasta en la superficie de su piel, todas las cosas irradiaban vínculos en el
espacio y en el tiempo, todo pertenecía a una secuencia nunca interrumpida
entre el pasado y el presente, entre Mágina y todas las ciudades del mundo
donde había estado o soñado que iba, entre él mismo y Nadia y esas caras en
blanco y negro de las fotografías en las que era posible distinguir y enlazar
no sólo los hechos sino también los orígenes más distantes de sus vidas. Con
incredulidad volvió a verse sentado sobre un caballo de cartón, cuando tenía
tres años, en la feria de Mágina, con un sombrero cordobés, con una camiseta de
rayas, con pantalón corto, calcetines blancos y zapatos de charol, y le pareció
mentira que fuese aquí, en otro mundo, tan lejos, donde recuperaba esa foto
perdida y olvidada durante tanto tiempo. Vio a sus padres el día en que se
casaron, vio a su bisabuelo Pedro sentado en el escalón de su casa, vio al
inspector Florencio Pérez en su despacho de la plaza del General Orduña y al
médico don Mercurio inclinando su cabeza decrépita sobre las grandes hojas de la
Biblia, vio de nuevo la cara de la mujer emparedada en la Casa de las Torres y
sus ojos alucinados por la oscuridad y la muerte, vio a su abuelo Manuel
vestido con el uniforme de la Guardia de Asalto y pensó que ya era tiempo de ir
regresando hacia Mágina, ahora que la ciudad no podía herirlo ni atraparlo, de
regresar con Nadia para mostrarle los lugares que ella apenas recordaba y
caminar abrazado a ella bajo los soportales de la plaza del General Orduña, por
la calle Nueva, por el paseo de Santa María, por las calles empedradas que
conducían a la plaza de San Lorenzo y a la Casa de las Torres, hablándole al
oído, rozándole el pelo con los labios, estrechándola con una pasión y una
certidumbre de pertenecerle que a los dieciséis años le había parecido imposible
encontrar. Recordó el sonido del llamador en la casa de sus padres y sólo
entonces tuvo conciencia exacta del gran abismo de lejanía que lo separaba de
la ciudad donde había nacido: rascacielos, puentes de metal, paisajes
industriales, aeropuertos, océanos, continentes nocturnos donde los ríos
brillaban bajo la luna y las ciudades parecían estrellas de hielo, días y meses
de viajes oblicuos sobre las manchas de colores puros de los mapamundis que él
interrogaba de niño como asomándose desde un acantilado de vértigo a la
extensión de la Tierra. Pero no sentía angustia, ni premura, ni miedo, como
tantas veces, como casi siempre en su vida, ni el remordimiento sin motivo que
lo había trastornado desde que tuvo uso de razón y que le hacía vivir pendiente
de un posible castigo llegado a él bajo una forma casual de desgracia: había
dormido pocas horas y notaba en sus miembros una fatiga sin peso, una
disposición de indolencia que lo empujaba a volver a la penumbra y a los olores
cálidos del dormitorio.
Cerró la puerta con cuidado, para que no entrara la luz del
pasillo, escuchó la respiración de Nadia, que dormía con la boca entreabierta,
se quitó los pantalones, se tendió de costado junto a ella, adhiriéndose a sus
caderas y a la longitud de sus piernas flexionadas sobre el vientre, y cuando
terminó de acomodarse y se quedó inmóvil, con los ojos cerrados, le pareció de
nuevo que volvía a un refugio inviolable y que los sonidos de la ciudad y la
luz de la mañana se apaciguaban en una quietud de media tarde o de anochecer
perezoso y estático, igual que cuando se acostaban después de comer y les
oscurecía sin que se dieran cuenta, conversando y acariciándose durante horas
más anchas y serenas que las horas comunes, procaces, estremecidos, inocentes,
con una mutua desvergüenza que les fortalecía la ternura, cómplices en el
delirio y en la risa, callados de pronto, mirándose tensamente a los ojos, con
asombro y pavor, como testigos de un prodigio simultáneo que los traspasaba,
vencidos luego el uno sobre el otro, bruñidos de sudor, gastados de caricias.
Entonces se oían respirar en silencio y las manos y los labios volvían a
buscar, ya sin urgencia, los pies rozándose bajo las sábanas, como para
comprobar y percibir toda la extensión del cuerpo todavía y siempre deseado, y
las voces adquirían un tono de rememoración y secreto, el tiempo dilatándose en
ellas como la corriente demorada de un río que desborda sus orillas en un delta
de limo, y ellos tendidos, dejándose llevar, abandonados a un lento flujo de
palabras, incorporándose a veces para buscar un cigarrillo en la mesa de noche,
la cara y la melena de Nadia iluminadas por la llama del mechero, para traer
una cerveza del frigorífico y compartirla en un vaso desbordado de espuma,
hablando siempre, repitiendo palabras impresas en una Biblia polvorienta que
tal vez excitaron un siglo antes los deseos de otros, las noches busqué en
mi cama al que ama mi alma, busquélo y no lo hallé, enumerando nombres y
canciones, oyéndolas de nuevo al cabo de muchos años con la repetida sorpresa
de haber amado exactamente la misma música a la misma edad y de poseer de
pronto un pasado común en el que sin conocerse ya estaban juntos. Fuera del día
y de la noche, del calendario y el reloj, como supervivientes en una isla
desierta, la isla de las voces, no sólo las suyas, sino también las que
congregaban con la imaginación y la memoria, no sólo las palabras que decían
sino las sensaciones recobradas y las imágenes que fluían en sus pupilas cuando
no sabían seguro si estaban dormidos o despiertos, cuando Nadia se dormía
durante unos minutos y sonreía con los ojos cerrados y le decía al despertar,
he soñado con mi padre y con los dibujos de un libro de cuentos españoles que a
él le gustaba leerme. Al dormirse soñaban que seguían conversando y que miraban
de nuevo las fotos innumerables de Ramiro Retratista, y al abrir los ojos lo
primero que veían era la penumbra de la habitación y la figura del jinete que
cabalga por un paisaje donde muy pronto amanecerá o acaba de hacerse de noche,
un viajero solitario y tranquilo, alerta, orgulloso, casi sonriente, que da la
espalda a una colina donde se distingue la sombra de un castillo y parece
cabalgar sin propósito hacia algún lugar que no puede verse en el cuadro, y
cuyo nombre nadie sabe, igual que tampoco sabe nadie el nombre del jinete ni la
longitud y latitud del país por donde está cabalgando.
A finales del s.XIX España vive una crisis general: el turnismo politico,los desfases sociales y los conflictos sociales violentos provocan la aparición de los regeneracionistas, como Joaquín Costa, Francisco Giner de los Ríos o Ángel Gavinet.La situación se hace crítica con el Desastre del 98.Surge entonces un grupo de escritores preocupados por el tema de España : la Generación del 98. Junto a ellos, los modernistas, cuyo movimiento segun Juan Ramón Jiménez era de entusiasmo y libertad hacia la belleza.
Generacion del 98
Se trata de un nombre muy controvertido. Fue propuesto por Azorín en unos artículos de 1913 para referirse a un grupo de escritores españoles (Azorín, Baroja, Maeztu, Valle-Inclán y Antonio Machado) con un común espíritu de protesta y un profundo amor al arte. Sin embargo, es discutible que estos escritores cumplan todos los requisitos para ser considerados generación. Es verdad que sí cumplen algunos requisitos como el nacimiento en pocos años distantes, la participación en actos colectivos (protesta contra el premio Nobel para Echegaray, homenaje a Larra), un acontecimiento generacional como fue la pérdida de las colonias; pero no tanto otros como una formación intelectual semejante (son autodidactas) o un lenguaje generacional común (cada uno sigue un estilo personal).
En cualquier caso, esta Generación del 98 comparte algunas características: 1º.Tienen una ideología progresista, al menos, en la juventud. 2º.Preocupación por los problemas de España. 3º.Visión subjetiva de la realidad. Modernismo
tendencia estética que llegó a España de la mano de su cabeza representativa, Rubén Darío. Busca la expresión de una nueva sensibilidad con un nuevo lenguaje, rechazando el prosaísmo y la retórica de la literatura anterior. Los rasgos del modernismo son el decadentismo, que se complace en lo mortecino y ruinoso, en las miserias humanas,la enfermedad y la muerte. Al lado de la angustia, el dolor y la muerte, es muy frecuente del deseado vitalismo.Existen también cierta atraccion hacia lo marginal : prostitutas,bebedores,delincuentes... El rechazo de la vulgaridad de la sociedad de su tiempo se manifiesta asimismo en el gusto por lo exótico, deseo de huir de la mediocridad más próxima explica otro rasgo modernista : el cosmopolitismo, esoterismo y esteticismo.