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miércoles, 8 de mayo de 2013

Comentario: TIEMPO DE SILENCIO


1. COMENTARIO FORMAL
Es un texto literario en el que el autor cuenta la historia que ha pasado otra familia en aquella época. También nos cuenta como se vivía en esos años.

1.1. TEMA PRINCIPAL: El tema principal de Luis Martín Santos cuenta la historia de unas personas que viven en una chabola, mientras otros les compran y ponen a prueba una serie de animales en los laboratorios 

1.2. RESUMEN: Pedro es un joven médico que malvive en una pensión de Madrid y trabaja en un laboratorio para averiguar si una bacteria puede producir el cáncer. Para sus investigaciones necesita unos ratones y otros animales muy especiales. Pedro se relacionará con las capas más bajas de la sociedad madrileña y tiene miedo (a la vez que curiosidad) por si las ratas le pegan enfermedades a las hijas del vendedor.

1.3. ESTRUCTURA FORMAL:
Tipo de estructura: Tiene parte de narración, de diálogo. Cuenta una biografía ficticia.
Género Literario: Novela realista, porque habla sobre la realidad con personajes y hechos no reales.
Subgénero específico: Novela experimental.

1.4. ELEMENTOS Y RECURSOS:
Los personajes de la novela :
-Pedro se encarga de experimentar con los animales que le son concedidos.
-El Muecas es el primo de Pedro y es el que le proporciona con facilidad los animales a Amador.
-Amador es el que compra los animales para dárselos a Pedro para que experimente con ellos, y así poder ver si las bacterias pueden producir el Cáncer.
-Las hijas de Amador son las encargadas de cuidar a las ratas.

COMENTARIO CRITICO
En mi opinión el sentido de coger a todos esos animales y experimentar con ellos es algo macabro.
Pero claro, la necesidad de encontrar la solución contra el cáncer urge a los investigadores y el modo más sencillo y rápido de experimentar esto es con los animales. Aun así, lo peor es el modo de conseguir las cobayas, aprovechándose de la miseria de una familia.
Es un texto que te ayuda a pensar hasta dónde podemos llegar cuando algo se nos mete en la cabeza,sea para el bien o para el mal.


viernes, 3 de mayo de 2013

NADA – Carmen Laforet comentario de texto

NADA – Carmen Laforet

Andrea llega en tren a Barcelona para estudiar en la Universidad. Va a vivir a un piso de la calle Aribau, le reciben sus parientes , la abuela, Juan ,su mujer Gloria y su tía Angustias. Conoce a su tío.
Andrea se siente acosada por el control de Angustias, se repiten las peleas entre Román y Juan y los celos que siente Angustias cuando ella habla con Gloria. Algunas tardes se sube a la buhardilla de Román a huir del ambiente de la casa, su tío toca música y le invita de vez en cuando a fumar un cigarrillo.
La abuela explica la historia de los dos hermanos, y Gloria explica como conoció a Juan y los problemas que tuvieron durante la guerra.
Andrea se da cuenta que tiene fiebre, esa noche tiene sueños extraños sobre Román y Gloria.
Después de las fiebres vuelve a la Universidad, se da cuenta de que de toda la gente que conoce siente preferencia por Ena.
Ena le pide que le presente a su tío Román que resulta que es un conocido violinista,pero Andrea no quiere mezclar los dos mundos.

jueves, 2 de mayo de 2013

Raquel de Padua, comentario texto. Carmen Laforet

Tema: Andrea es una estudiante que se va a vivir con sus tios.

Resumen : Andrea es una joven estudiante que, al acabar su bachillerato viaja a Barcelona para estudiar en la universidad. Allí se instala en la triste casa de sus tios. Son muy raros para ella.
En la casa, Gloria lo pasó bastante mal, pasaba mucha hambre y había mucha miseria y egoismo.Una noche Gloria y su marido empezaron a discutir por unos cuadros, que Gloria decia que su marido dibujaba mal , en la discusión se metieron también la abuela,  una noche de gritos, gemidos y llantos. Gloria finalmente se fue a la habitación de Andrea y se quedo en la cama hablando con ella.

Comentario crítico: Este capitulo me ha gustado , y se ve reflejado la posguerrra, como pasan hambre, y también veo que hay violencia entre Gloria y su marido Juan.

martes, 23 de abril de 2013

Hambre y posguerra: Un capítulo de la novela de Carmen Laforet, Nada





11


—No seas tozuda, sobrina —me dijo Juan—. Te vas a morir de hambre.
Y me puso las manos en el hombro con una torpe caricia.
—No, gracias; me las arreglo muy bien...
Mientras tanto eché una mirada de reojo a mi tío y vi que tampoco a él parecían irle bien las cosas. Me había cogido bebiendo el agua que sobraba de cocer la verdura y que estaba fría y olvidada en un rincón de la cocina, dispuesta a ser tirada.
Antonia había gritado con asco:
—¿Qué porquerías hace usted? Me puse encarnada.
—Es que a mí este caldo me gusta. Y como veía que lo iban a tirar...
A los gritos de Antonia acudieron los demás de la casa. Juan me propuso una conciliación de nuestros intereses económicos.
Yo me negué.
La verdad es que me sentía más feliz desde que estaba desligada de aquel nudo de las comidas en la casa. No importaba que aquel mes hubiera gastado demasiado y apenas me alcanzara el presupuesto de una peseta diaria para comer: la hora del mediodía es la más hermosa en invierno. Una hora buena para pasarla al sol en un parque o en la plaza de Cataluña. A veces se me ocurría pensar, con delicia, en lo que sucedería en casa. Los oídos se me llenaban con los chillidos del loro y las palabrotas de Juan. Prefería mi vagabundeo libre.
Aprendí a conocer excelencias y sabores en los que antes no había pensado; por ejemplo, la fruta seca fue para mí un descubrimiento. Las almendras tostadas, o mejor, los cacahuetes, cuya delicia dura más tiempo porque hay que desprenderlos de su cáscara, me producían fruición.
La verdad es que no tuve paciencia para distribuir las treinta pesetas que me quedaron el primer día, en los treinta días del mes. Descubrí en la calle de Tallers un restaurante barato y cometí la locura de comer allí dos o tres veces. Me pareció aquella comida más buena que ninguna de las que había probado en mi vida, infinitamente mejor que la que preparaba Antonia en la calle de Aribau. Era un restaurante curioso. Oscuro, con unas mesas tristes. Un camarero abstraído me servía. La gente comía deprisa, mirándose unos a otros, y no hablaban ni una palabra. Todos los restaurantes y comedores de fondas en los que yo había entrado hasta entonces eran bulliciosos menos aquél. Daban una sopa que me parecía buena, hecha con agua hirviente y migas de pan. Esta sopa era siempre la misma, coloreada de amarillo por el azafrán o de rojo por el pimentón; pero en la carta cambiaba de nombre con frecuencia. Yo salía de allí satisfecha y no me hacía falta más.
Por la mañana cogía el pan —apenas Antonia subía las raciones de la panadería— y me lo comía entero, tan caliente y apetitoso estaba. Por las noches, no cenaba, a no ser que la madre de Ena insistiese en que me quedase en su casa alguna vez. Yo había tomado la costumbre de ir a estudiar con Ena muchas tardes y la familia empezaba a considerarme como cosa suya.
Pensé que realmente estaba comenzando para mí un nuevo renacer, que era aquélla la época más feliz de mi vida, ya que nunca había tenido una amiga con quien me compenetrara tanto, ni esta magnífica independencia de que disfrutaba. Los últimos días del mes los pasé alimentándome exclusivamente del panecillo de racionamiento que devoraba por las mañanas —por esta época fue cuando me cogió Antonia bebiendo el agua de hervir la verdura¾, pero empezaba a acostumbrarme y la prueba es que en cuanto recibí mi paga del mes de marzo la gasté exactamente igual. Me acuerdo que sentía un hambre extraordinaria cuando tuve el nuevo dinero en mis manos, que era una sensación punzante y deliciosa pensar que podría satisfacerla enseguida. Más que cualquier clase de alimento, deseaba dulces. Compré una bandeja y me fui a un cine caro. Tenía tal impaciencia que antes de que se apagara la luz corté un trocito de papel para comer un poco de crema, aunque miraba de reojo a todo el mundo poseída de vergüenza. En cuanto se iluminó la pantalla y quedó la sala en penumbra, yo abrí el paquete y fui tragando los dulces uno a uno. Hasta entonces no había sospechado que la comida pudiera ser algo tan bueno, tan extraordinario... Cuando se volvió a encender la luz no quedaba nada en la bandeja. Vi que una señora, a mi lado, me miraba de soslayo y cuchicheaba con su compañero. Los dos se reían.
En la calle de Aribau también pasaban hambre sin las compensaciones que a mí me reportaba. No me refiero a Antonia y a Trueno. Supongo que estos dos tenían el sustento asegurado gracias a la munificencia de Román. El perro estaba reluciente y muchas veces le vi comer sabrosos huesos. También la criada se cocinaba su comida aparte. Pero pasaban hambre Juan y Gloria y también la abuela y hasta a veces el niño.
Román estuvo otra vez de viaje cerca de dos meses. Antes de marcharse dejó algunas provisiones para la abuela, leche condensada y otras golosinas difíciles de conseguir en aquellos tiempos. Nunca vi que la viejecilla las probara. Desaparecían misteriosamente y aparecían sus huellas en la boca del niño.
El día mismo en que Juan me invitó a unirme otra vez a la familia, tuvo una terrible discusión con Gloria. Todos oímos los gritos que daban en el estudio. Salí al recibidor y vi que el pasillo estaba interceptado por la silueta de la criada, que aplicaba el oído.
—Estoy harto de tanta majadería —gritó Juan—, ¿entiendes? ¡Ni siquiera puedo renovar los pinceles! Esa gente nos debe mucho dinero aún. Lo que no comprendo es que no quieras que vaya yo a reclamárselo.
—Pues, chico, si me diste palabra que no te meterías en nada y que me dejarías hacer, ahora no te puedes volver atrás. Y ya sabes que estabas muy contento cuando pudiste vender esa porquería de cuadro a plazos...
—¡Te voy a estrangular! ¡Maldita!
La criada suspiró con deleite, y yo me marché a la calle a respirar su aire frío, cargado de olores de las tiendas. Las aceras, teñidas de la humedad crepuscular, reflejaban las luces de los faroles recién encendidos.
Cuando volví, la abuela y Juan estaban cenando. Juan comía distraído, y la abuela, sosteniendo al niño en sus rodillas, llevaba una conversación incoherente desmenuzando pan en el tazón de malta que iba bebiendo, sin leche ni azúcar. Gloria no estaba. Había salido poco después que yo a la calle.
Aún no había llegado ella cuando, con el estómago angustiado y vacío, me metí en la cama. Enseguida caí en un ensueño pesado en el que el mundo se movía como un barco en alta mar... Tal vez estaba en el comedor de un barco y comía algún buen postre de fruta. Me despertaron unos gritos pidiendo socorro.
Enseguida me di cuenta de que era Gloria la que gritaba y de que Juan le debería estar pegando una paliza bárbara. Me senté en la cama pensando en si valdría la pena acudir. Pero los gritos continuaban, seguidos de las maldiciones y blasfemias más atroces de nuestro rico vocabulario español. Allí, en su furia, Juan empleaba los dos idiomas, castellano y catalán, con pasmosa facilidad y abundancia.
Me detuve a ponerme el abrigo y me asomé por fin a la oscuridad de la casa. En la cerrada puerta del cuarto de Juan golpeaban la abuela y la criada.
—Juan! ¡Juan! ¡Hijo mío, abre!
—Señorito Juan, ¡abra!, ¡abra usted!
Oíamos dentro tacos, insultos. Carreras y tropezones con los muebles. El niño comenzó a llorar allí encerrado también y la abuela se desesperó. Alzó las manos para golpear la puerta y vi sus brazos esqueléticos.
—Juan! Juan! ¡Ese niño!
De pronto se abrió la puerta de una patada de Juan, y Gloria salió despedida, medio desnuda y chillando. Juan la alcanzó y aunque ella trataba de arañarle y morderle, la cogió debajo del brazo y la arrastró al cuarto de baño...
—¡Pobrecito mío!
Gritó la abuela cogiendo al niño, que se había puesto de pie en la cuna, agarrándose a la barandilla y gimoteando... Luego, cargada con el nieto, acudió a la refriega.
Juan metió a Gloria en la bañera y, sin quitarle las ropas, soltó la ducha helada sobre ella. Le agarraba brutalmente la cabeza, de modo que si abría la boca no tenía más remedio que tragar agua. Mientras tanto, gritó, volviéndose a nosotras:
—¡Y vosotras a la cama! ¡Aquí no tiene que hacer nada nadie! Pero no nos movíamos. La abuela suplicaba:
—¡Por tu hijo, por tu niño! ¡Vuelve en ti, Juanito!
De pronto Juan soltó a Gloria —cuando ella ya no se resistía— y vino hacia nosotras con tal rabia que Antonia se escabulló inmediatamente, seguida del perro, que iba gruñendo con el rabo entre las piernas.
—¡Y tú, mamá! ¡Llévate inmediatamente a ese niño donde no le vea o le estrello!
Gloria, de rodillas en el fondo de la bañera, empezó a llorar con la cabeza apoyada en el borde, ahogándose, con grandes sollozos.
Yo estaba encogida en un rincón del oscuro pasillo. No sabía qué hacer. Juan me descubrió. Estaba ahora más calmado.
—¡A ver si sirves para algo en tu vida! —me dijo—. ¡Trae una toalla!
Las costillas se le destacaban debajo de la camiseta que llevaba, y le palpitaban violentamente.
Yo no tenía idea de dónde se guardaba la ropa en aquella casa. Traje mi toalla y además una sábana de mi cama, por si hacía falta. Me daba miedo de que Gloria pudiera atrapar una pulmonía. Yo misma sentí un frío espantoso.
Juan intentó sacar a Gloria de la bañera de un solo tirón, pero ella le mordió la mano. Él soltó una blasfemia y le empezó a dar puñetazos en la cabeza. Luego se quedó otra vez quieto y jadeante.
—Por mí puedes morirte, ¡bestia! —le dijo al fin. Y se fue, dando un portazo y dejándonos a las dos. Me incliné hacia Gloria.
—¡Vamos! ¡Sal enseguida, mujer!
Ella continuaba temblando, sin moverse, y, al sentir mi voz, empezó a llorar insultando a su marido. No opuso resistencia cuando empecé a sacudirla y a tratar de que saliera de la bañera. Ella misma se quitó las ropas chorreantes, aunque sus dedos le obedecían con dificultad. Frotando su cuerpo lo mejor que pude, entré yo en calor. Luego me sobrevino un cansancio tan espantoso que me temblaban las rodillas.
—Ven a mi cuarto, si quieres —le dije, pareciéndome imposible volver a dejarla en manos de Juan.
Me siguió envuelta en la sábana y castañeteándole los dientes. Nos acostamos juntas, envueltas en mis mantas. El cuerpo de Gloria estaba helado y me enfriaba, pero no era posible huir de él; sus cabellos mojados resultaban oscuros y viscosos como sangre sobre la almohada y me rozaban la cara a veces. Gloria hablaba continuamente. A pesar de todo esto mi necesidad de sueño era tan grande que se me cerraban los ojos.
—El bruto... El animal... Después de todo lo que hago por él. Porque yo soy buenísima, chica, buenísima... ¿Me escuchas, Andrea? Está loco. Me da miedo. Un día me va a matar... No te duermas, Andreíta... ¿Qué te parece si me escapara de esta casa? ¿Verdad que tú lo harías, Andrea? ¿Verdad que tú en mi caso no te dejarías pegar?... Y yo que soy tan joven, chica... Román me dijo un día que yo era una de las mujeres más lindas que había visto. A ti te diré la verdad, Andrea. Román me pintó en el parque del castillo... Yo misma me quedé asombrada de ver lo guapa que era cuando me enseñó el retrato... ¡Ay, chica! ¿Verdad que soy muy desgraciada?
El sueño me volvía a pesar en las sienes. De cuando en cuando me espabilaba, sobresaltada, para atender a un sollozo o a una palabra más fuerte de Gloria.
—Yo soy buenísima, buenísima... Tu abuelita misma lo dice. Me gusta pintarme un poco y divertirme un poquito, chica, pero es natural a mi edad... ¿Y qué te parece eso de no dejarme ver a mi propia hermana? Una hermana que me ha servido de madre... Todo porque es de condición humilde y no tiene tantas pamplinas... Pero en su casa se come bien. Hay pan blanco, chica, y buenas butifarras... ¡Ay, Andrea! Más me valdría haberme casado con un obrero. Los obreros viven mejor que los señores, Andrea; llevan alpargatas, pero no les falta su buena comida y su buen jornal. Ya quisiera Juan tener el buen jornal de un obrero de fábrica... ¿Quieres que te diga un secreto? Mi hermana me proporciona a veces dinero cuando estamos apurados. Pero si Juan lo supiera me mataría. Yo sé que me mataría con la pistola de Román... Yo misma le oí a Román decírselo: «Cuando quieras saltarte la tapa de los sesos o saltársela a la imbécil de tu mujer, puedes utilizar mi pistola»... ¿Tú sabes, Andrea, que tener armas está prohibido? Román va contra la ley...
El perfil de Gloria se inclinaba para acechar mi sueño. Su perfil de rata mojada.—... ¡Ay, Andrea! A veces voy a casa de mi hermana sólo para comer bien, porque ella tiene un buen establecimiento, chica, y gana dinero. Allí hay de todo lo que se quiere... Mantequilla fresca, aceite, patatas, jamón... Un día te llevaré.
Suspiré completamente despierta ya al oír hablar de comida.
Mi estómago empezó a esperar con ansia mientras escuchaba la enumeración de los tesoros que guardaba en su despensa la hermana de Gloria. Me sentí hambrienta como nunca lo he estado. Allí, en la cama, estaba unida a Gloria por el feroz deseo de mi organismo que sus palabras habían despertado, con los mismos vínculos que me unían a Román cuando evocaba en su música los deseos impotentes de mi alma.
Algo así como una locura se posesionó de mi bestialidad al sentir tan cerca el latido de aquel cuello de Gloria, que hablaba y hablaba. Ganas de morder en la carne palpitante, masticar. Tragar la buena sangre tibia... Me retorcí sacudida de risa de mis propios espantosos desvaríos, procurando que Gloria no sorprendiera aquel estremecimiento de mi cuerpo.
Fuera, el frío se empezó a deshacer en gotas de agua que golpearon los cristales. Yo pensé que, siempre que hablaba Gloria conmigo largamente, llovía. Parecía que aquella noche no iba a acabarse nunca. El sueño había huido. Gloria cuchicheó de pronto poniéndome una mano en el hombro.
—¿No oyes?... ¿No oyes?
Se sentían los pasos de Juan. Debía de estar nervioso. Los pasos llegaban hasta nuestra puerta. Se separaban, retrocedían. Al fin volvieron otra vez y entró Juan en el cuarto, encendiendo la luz, que nos hizo parpadear deslumbradas. Sobre la camiseta de algodón y los pantalones que llevaba anteriormente se había puesto su abrigo nuevo. Estaba despeinado y unas sombras tremendas le comían los ojos y las mejillas. Tenía un tipo algo cómico. Se quedó en el centro de la habitación con las manos puestas en los bolsillos, moviendo la cabeza y sonriendo con una especie de ironía feroz.
—Bueno. ¿Qué hacéis que no continuáis hablando?... ¿Qué importa que esté yo aquí?... No te asustes, mujer, que no te voy a comer... Andrea, sé perfectamente lo que te está diciendo mi mujer. Sé perfectamente que me cree un loco porque pido por mis cuadros el justo valor... ¿Crees tú que el desnudo que he pintado a Gloria vale sólo diez duros? ¡Sólo en tubos y en pinceles he gastado más en él!... ¡Esta bestia se cree que mi arte es igual que el de un albañil de brocha gorda!
—¡Vete a la cama, chico, y no fastidies! Éstas no son horas de molestar a nadie con tus dichosos cuadros... He visto otros que pintaban mejor que tú y no se envanecían tanto. Me has pintado demasiado fea para poder gustar a nadie...
—No me acabes la paciencia. ¡Maldita! O... Gloria, debajo de la manta, se volvió de espaldas y se echó a llorar.
—Yo no puedo vivir así, no puedo...
—Pues te vas a tener que aguantar, ¡sinvergüenza!, y cualquier día te mataré como te vuelvas a meter con mis cuadros... Mis cuadros desde hoy no los venderá nadie más que yo... ¿Entiendes? ¿Entiendes lo que te digo? ¡Cómo te vuelvas a meter en el estudio te abriré la cabeza! Prefiero que se muera de hambre todo dios a...
Empezó a pasearse por la habitación con una rabia tan grande que sólo podía mover los labios y lanzar sonidos incoherentes.
Gloria tuvo una buena idea. Se levantó de la cama, erizada de frío, se acercó a su marido y le empujó por la espalda.
—¡Vamos, chico! ¡Bastante hemos molestado a Andrea! Juan la rechazó con rudeza.
—¡Que se aguante Andrea! ¡Que se aguante todo el mundo! También yo los soporto a todos.
—Anda, vamos a dormir...
Juan empezó a mirar a todos lados, nervioso. Cuando ya salía dijo:
—Apaga la luz para que pueda dormir la sobrina...

Javier Millán: Pregunta sobre la posguerra

¿Por qué a la posguerra se le llama la guerra fría?

miércoles, 16 de mayo de 2012

La literatura española de posguerra


«La mañana sube, poco a poco, trepando como un gusano por los corazones de los hombres y de las mujeres de la ciudad; golpeando, casi con mimo, sobre los mirares recién despiertos, esos mirares que jamás descubren horizontes nuevos, paisajes nuevos, nuevas decoraciones.
La mañana, esa mañana eternamente repetida, juega un poco, sin embargo, a cambiar la faz de la ciudad, ese sepulcro, esa cucaña, esa colmena...»
Camilo J. Cela, La Colmena

Las condiciones sociales en España después de la Guerra Civil son difíciles de imaginar para los jóvenes, excepto por comparación con otras realidades en el mundo actual: Afganistán, Irak, Sudán, un país centroamericano. La memoria de los ancianos se resume en: "hambre". Pero podría añadirse: aislamiento, totalitarismo, propaganda, persecución salvaje. Y entonces la imagen se asemejaría a Corea del Norte.
Pues bien, incluso en ese ambiente hubo escritores y autoras capaces de afrontar el riesgo de escribir y otros que solo pudieron superar el riesgo de vivir (presos, silenciados).
A grandes rasgos, la cultura española de los años 40 se divide en franjas ideológicas, aunque mucho más interrelacionadas de lo que supone la teoría:
  • Arraigo

Escritores conformes con el estado de cosas o simpatizantes del bando vencedor en la Guerra. No se caracterizan solo, o no tanto, por su retórica propagandística, como por una visión idealizada de la realidad y el uso de formas clásicas: lírica tradicional,. novela convencional, teatro intrascendente.

- Poesía: Destacan Luis Rosales y Leopoldo Panero, por su trayectoria posterior. Publican en las revistas Escorial y Garcilaso. Utilizan la métrica de los siglos de oro españoles; en cierta medida, conectan con la estética del Grupo del 27 antes de la República (años 20). Tratan temas paisajísticos, heroicos, épicos.

- Narrativa: Glorifica al régimen o sirve solo al entretenimiento.

- Teatro y Cine: "Alta comedia", con personajes y paisajes de lujo comedia de enredo, teatro de propaganda fascista o tradicionalista.

  • Desarraigo

Los escritores y escritoras desafectos al régimen, aunque procedan de familias favorecidas por la Guerra, comienzan por expresar su desgarro, su grito o el absurdo, a semejanza de toda una generación europea: el existencialismo. 

- Poesía: A los autores jóvenes les sirve de referente la poesía de Miguel Hernández, distribuida de forma clandestina, así como dos obras emblemáticas de autores del 27 que continuaron viviendo y publicando en España: Dámaso Alonso: Hijos de la ira, y Vicente Aleixandre, Sombra del paraíso (ambos en 1944). Su principal órgano de expresión fue la revista Espadaña, en León. A partir de finales de la década se empieza a escribir poesía social, con un objetivo didáctico y político. Sus principales autores son Blas de Otero, Gabriel Celaya y José Hierro.
Este último se convirtió en integrante principal de una nueva generación de poetas: el grupo del 50 (o la quinta del 42, como titula uno de sus libros), caracterizados por el verso libre, la mezcla de lengua culta y registro informal, los temas de su experiencia cotidiana o íntima y una exquisita preocupación por el ritmo. Pero el análisis de su obra corresponde a otro artículo, pariente de la novela en los años 50 y posteriores.

Retrato de Miguel Hernández por Buero Vallejo


- Narrativa: Durante los años 40 comienzan a publicar novelisyas que seguirán haciéndolo durante tres décadas, con gran éxito: Carmen Laforet (Nada, La isla y los demonios, La mujer nueva), Camilo José Cela (La familia de Pascual Duarte, La Colmena) y Miguel Delibes (El camino). Los tres tienen una personalidad muy definida, lo que hace imposible hablar de una corriente como la que marcará los años 50. Se anticipan al realismo social, pero otorgan una gran relevancia a la experiencia personal y, en gran medida, a su propia memoria.



- Teatro: Un escritor que compartió cárcel con Miguel Hernández llega a convertirse en protagonista de la escena española durante las dos décadas posteriores: Antonio Buero Vallejo. Su primera obra, Historia de una escalera, que retrata los conflictos de la vida cotidiana en una comunidad de vecinos, contrasta con el teatro y el cine dominados por la "alta comedia" (personajes burgueses) o películas folclóricas que idealizaban la vida rural.


  • Exilio


Durante y después de la Guerra Civil, la mayoría de creadores e intelectuales afines a la República buscaron refugio en Europa y, sobre todo, América Latina o EEUU. Algunos, como Max Aub, pasaron por campos de concentración en Francia y Argelia, antes de llegar. Se formó un grupo más homogéneo en México, donde los intelectuales españoles encontraron acogida y participaron en la educación, la cultura o la industria del cine, como Luis Buñuel. Véase el trailer de su película  Los olvidados (1950), que recibió la Palma de Oro en el Festival de Cannes:



- Poesía: Con excepción de Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso y Gerardo Diego, los demás autores del Grupo de 1927 se exiliaron. Las trayectorias creativas se diversificaron, pero no se detuvieron: Luis Cernuda en el Reino Unido, EEUU y México; Pedro Salinas y Jorge Guillén en universidades de EEUU; Rafael Alberti en Argentina e Italia. Manuel Altolaguirre y Emilio Prados, malagueños y editores de la revista Litoral, escriben sus mejores obras en el exilio.
Pero el poeta más representativo del "desarraigo en el exilio" fue León Felipe, inspirado por el escritor norteamericano Wall Whitman y la poesía en versículos (p.ej. los salmos de la Biblia). Su vida y su poesía fueron un constante clamor contra la injusticia. El siguiente clip de vídeo es una creación de la poeta Edith Checa, afincada en Sevilla, a partir del poema "Qué lástima":


- Narrativa: No se les clasifica en el grupo del 27, pero se formaron en la literatura de vanguardia durante los años 20 y en el compromiso político durante la República. El novelista Ramón J. Sender, de quien hemos leído una novela ambientada en Sevilla, La tesis de Nancy, tuvo gran éxito durante varias décadas. Aunque su escritura tiene una intencionalidad política, se distingue del realismo social por su capacidad fabuladora, sus tramas intrincadas y la eficacia humorística.
No obstante, quienes manifestaban mayor interés por la calidad literaria de sus obras fueron Francisco Ayala, Max Aub y Rosa Chacel. En concreto, Max Aub se caracteriza por una constante experimentación formal y un humor vanguardista al recrear la memoria de la Guerra Civil y los campos de concentración (El laberinto mágico) o al inventar juegos narrativos, como la biografía de un pintor exiliado que nunca existió (Jusep Torres Campalans), la cual llenó de anécdotas verosímiles y adornó con obras originales del propio Aub.



  • Posvanguardismo

Hubo autores que siguieron viviendo en España a la vez que conectados con la neovanguardia, después de la Segunda Guerra Mundial. Cultivan una literatura lúdica, en la que tiene mucha relevancia el grafismo, lo visual, la simbología y la ruptura de las normas, por medio del humor. Su contemporáneo en el exilio, como acabamos de ver, sería Max Aub.

- Poesía: Se promueve un movimiento neovanguardista, el postismo, liderado por Carlos Edmundo de Ory, así como una poesía simbolista y onírica.

- Teatro: Destacan autores con un relativo éxito que se anticipan y conviven con el "teatro del absurdo" en Europa, su denuncia y ridiculización de la moralidad burguesa. Convierten la "alta comedia" en base de sus parodias. Sin embargo, su público eran los burgueses a quienes parodiaban: Miguel Mihura (Tres sombreros de copa), Enrique Jardiel Poncela (Eloísa está debajo de un almendro).



Fuera de cualquier clasificación se sitúa la lírica de un grupo de poetas andaluces, editores de la revista Cántico, que se caracterizan por su vitalismo y sensualidad, a la vez que demuestran mayor interés por la forma estética. El más longevo y de obra más extensa ha sido el cordobés Pablo García Baena, amante eterno.

 

lunes, 14 de mayo de 2012

Un asesinato muy "moral"

    El tema del texto es la confesión de un asesino. A lo largo del texto el narrador explica que son las dos de la madrugada y al día siguiente debe madrugar. El problema es que tiene visita en casa y sería de mala educación echarlos. Nada de lo que dicen le interesa y solo puede pensar en que si no duerme por la mañana tendrá sueño. Podría simular bostezos para hacerles ver que quiere que se marchen, pero eso también sería grosero. Entonces, mientras los invitados hablaban y hablaban, se le ocurrió la solución al problema, matarlos con veneno, una solución más "educada".
    La estructura del texto es lineal. Es un texto fundamentalmente narrativo, aunque también aparecen diálogo en estilo indirecto y argumentaciones. Pertenece a un libro de relatos cortos. Pertenece a la narrativa, y es un cuento.
    Está narrado en primera persona. El protagonista es el narrador de la historia que es impaciente, egoísta, calculador e hipócrita; sobretodo hipócrita, cosa que le lleva a no bostezar por que sería grosero, pero no pensárselo dos veces a la hora de cometer un asesinato. Los personajes principales son los invitados, las víctimas del protagonista, son alegres, despreocupados, y algo egoístas. Todo sucede en una habitación en la que están todos reunidos, en un corto espacio de tiempo, que se hace eterno para el narrador, sensación que se muestra gracias a númerosas repeticiones de distinto tipo.


Max Aub Mohrenwitz (París1903-México D.F.1972) . Escritor español de origen francés. Toda su obra la escribe en español, cultivando diferentes géneros: narrativa, teatro y poesía.
Siendo un niño, su familia -padre alemán y madre francesa- se traslada a España por motivos de trabajo y en medio de la I Primera Guerra Mundial se establece en Valencia, donde Max cursa el bachillerato. Recibe una educación muy rica y desde niño destaca por su facilidad para aprender idiomas. Al terminar sus estudios recorre el país como viajante de comercio y al cumplir los veinte años decide adoptar la nacionalidad española.
En los años 20 es afín a la estética vanguardista y gracias a su trabajo como viajante asiste a tertulias de Barcelona de los vanguardistas de la época.
De ideas socialistas, durante la guerra civil se compromete con la República y colabora con André Malraux en la película Sierra de Teruel (Espoir). Al terminar la contienda se exilia a París, pero preparando su marcha a México le detienen y es recluido en diferentes campos de concentración de Francia y del norte de África. Tras tres años de encarcelamiento consigue embarcar para México.
Se gana la vida gracias al periodismo, escribiendo en los diarios Nacional y Excelsior, y también en el cine ejerciendo de autor, coautor, director, traductor de guiones cinematográficos y  profesor de la Academia de Cinematografía. En 1944 es nombrado secretario de la Comisión Nacional de Cinematografía.
Desde mediados de los 50 viaja por Estados Unidos y Europa pero sin poder entrar en España, desarrollando activamente en estos años su actividad literaria, periodística y cineasta. En 1969 por fin se le permite entrar en España y recupera parte de su biblioteca personal, que estaba en la Universidad de Valencia.
A su vuelta a México sigue con sus estudios de la figura de Luis Buñuel; posteriormente participa como jurado en el festival de Cannes, da conferencias por todo el mundo y, tras otro viaje a España, muere en 1972 en México.

Crímenes ejemplares es un libro que contiene confesiones de asesinatos, los motivos que llevaron al criminal para matar a su víctima y en este caso la hipocresía. Critica el sobreponer las buenas formas frente a las que deberían ser nuestras normas morales.
El tema del texto sera siempre por desgracia un tema de actualidad, los asesinatos a sangre fría. Es raro el  día en el que no aparece un asesinato en las noticias, lo que no es tan común es la forma de tratar el asunto, ya que en vez de centrarse en el como, se centra en el porque, en los motivos que se le pasaron por la cabeza al asesino antes de matar a su víctima.
El texto me ha resultado curioso, ya que el protagonista se encuentra en una situación verosímil, algo que puede pasarle a cualquiera, pero en vez de solucionarlo por el método convencional (aguantarse, echar a los invitados) en su afán de conservar sus formas mata a los invitados. El desenlace de la historia aunque es breve deja ver cómo va a proceder el protagonista con claridad. Me ha gustado este nuevo enfoque del asesino.

domingo, 13 de mayo de 2012

El reino de las voces



El artículo que habéis comentado de Antonio Muñoz Molina, "El reino de las voces",  se inserta en la edición de sus columnas periodísticas, bajo el título Las apariencias (1996, textos escritos entre 1988 y 1991 en los diarios ABC y El País). Pero también es una referencia lúdica del propio autor al primer capítulo de su novela más premiada, El jinete polaco (1991); un guiño a los lectores. A partir de esta obra se ha hecho explícito el juego constante entre memoria y ficción en sus novelas y, quizá, también en sus textos periodísticos.
No obstante, creo que el contrato del periodista con sus lectoras y lectores exige un grado mucho mayor de cercanía a la realidad que el no-contrato del novelista. Para empezar, si sabemos que un periodista nos engaña, dejamos de leerlo. Probablemente haya más apariencia sin realidad en el discurso de un candidato electoral, a la vista del abismo entre palabras y hechos que han cavado los dos últimos gobiernos de este país.



Os ofrezco aquí el capítulo de la novela, para que comparéis sus semejanzas y diferencias con el artículo ya conocido. Espero no vulnerar derechos editoriales; en cualquier caso, será con un fin pedagógico:



El reino de las voces


Sin que se dieran cuenta se les hizo de noche en la habitación de donde no habían salido en muchas horas, donde habían estado abrazándose y conversando en una voz cada vez más baja, como si la penumbra y luego la oscuridad que no notaban hubieran ido apaciguando el tono de sus voces pero no la avidez mutua de palabras, igual que se había apaciguado el modo al principio perentorio en que satisfacían y simultáneamente alimentaban su deseo, cuando regresaban caminando bajo la nieve y el frío de la taberna irlandesa donde habían almorzado, el pie descalzo de ella buscándolo con desvergüenza y sigilo bajo el amparo insuficiente del mantel, la casi persecución en el ascensor, ante la puerta, en el pasillo, en el cuarto de baño, la ropa arrancada con una delicada furia de impaciencia y las bocas mordiéndose mientras su doble respiración crecía en el calor de la habitación a media tarde, en la luz listada de las persianas que dejaban entrever al otro lado de la calle una hilera de árboles con las ramas peladas cuyo nombre ella no supo decirle y una fila de casas de ladrillo rojo con dinteles de piedra, con llamadores dorados y puertas pintadas de un negro brillante que a él le daban la tranquilizadora sensación de estar en Londres o en cualquier otra ciudad anglosajona y silenciosa, a pesar del ruido del tráfico que llegaba desde las avenidas, de las sirenas de los coches de la policía y de los camiones de bomberos, un pesado rumor que envolvía el núcleo de silencio en que los dos respiraban igual que la ciudad ilimitada y temible envolvía el espacio breve del apartamento, la cámara segura como un submarino en la que si se paraban a pensarlo era casi imposible que se hubieran encontrado, entre tantos millones de hombres y mujeres, de caras, de nombres, de gritos, de idiomas, de conversaciones telefónicas.

Vivían con naturalidad en el interior de una especie de milagro que ni siquiera habían solicitado ni esperado, casi desconocidos hasta unos días antes y ahora reconociéndose cada uno en la mirada, en la voz y en el cuerpo del otro, vinculados no sólo por la costumbre tranquila y candente del amor sino también por las voces y los testimonios de un mundo que irrumpía en ellos viniendo del pasado tan tumultuosamente como vuelve la savia a una rama que pareció muerta y seca durante todo el invierno, por la figura del jinete que cabalga a través de un paisaje nocturno, por las pupilas fijas en la oscuridad y en el vacío de una mujer emparedada que permaneció incorrupta durante setenta años, por el baúl de las fotografías de Ramiro Retratista y una Biblia protestante escrita en un inconcebible español del siglo XVI cuyas páginas recorrían ahora sus manos igual que las habían recorrido desde hacía más de cien años las manos de los muertos extraviados en la distancia y en el tiempo, sepultados al otro lado del mar, en una ciudad cuyo nombre les resultaba tan extraño decirse en aquel apartamento que les parecía situado en ninguna parte, Mágina, sus vocales rotundas como una luz de mediodía, sus duras consonantes tan cortadas en ángulos como las piedras en las esquinas de los palacios de piedra color arena, amarilla en el sol de la mañana, cobriza en los atardeceres, casi gris en los días de lluvia, en aquel invierno de su adolescencia que compartieron sin saberlo hasta el final, ella medio extranjera y recién llegada de América, con su pelo rojizo y su barbilla irlandesa, él hosco y callado y deseando marcharse a cualquier parte del mundo a condición de que no fuera Mágina, Madrid, París, Nueva York, San Francisco, la isla de Wight, cualquiera de las ciudades o países cuyos nombres leía de niño en el sintonizador iluminado de la radio y donde se oyeran esos idiomas que lo fascinaron mucho antes de que empezara a distinguir y a comprender el sonido de sus palabras, desvelado y solo en medio de la noche, buscando las emisoras extranjeras de onda corta, manejando el dial con la misma cautela que su padre cuando buscaba el himno de Riego en la Pirenaica, imaginando que su destino y la mujer de su vida estaban esperándolo en una ciudad a la que tal vez no iría nunca: ella nacida en un suburbio con casas de ladrillo rojo o de madera pintada de blanco a donde llegaban a veces las gaviotas y el viento húmedo de la bahía y el olor a muelle y a limo y educada en un inglés con acento de Irlanda y en el límpido español que se hablaba en Madrid antes de la guerra y le fue transmitido tan involuntariamente por su padre como la expresión obstinada y atenta de los ojos: él venido al mundo en una noche tempestuosa de invierno y a la luz de una vela, crecido en las huertas y en los olivares de Mágina, destinado a dejar la escuela a los catorce o a los quince años y a trabajar en la tierra al lado de su padre y de sus abuelos y llegada una cierta edad a buscarse una novia a quien sin duda habría conocido desde la infancia y a llevarla al altar vestida de blanco después de un noviazgo extenuador de siete u ocho años, él torpe, enconado, silencioso, rebelde, escribiendo diarios de furiosa desdicha en cuadernos de apuntes y odiando la ciudad donde vivía y la única clase de vida que había conocido y que legítimamente tenía derecho a esperar en nombre de otras vidas que le fueron anunciadas por las canciones, los libros y las películas, y mucho antes, cuando era niño, por las voces de la radio y los nombres de ciudades que veía en los mapamundis, alto ahora, cuando tuvo a Nadia delante de sí y no la supo recordar, a punto de cumplir diecisiete años y mortificado por la impaciencia de convertirse en un adulto, vestido siempre de oscuro, con un mechón de pelo negro sobre la frente que le ensombrecía la mirada, con pantalones vaqueros que para escándalo de sus padres no se quitaba ni siquiera los domingos y con un chaquetón azul marino abrochado hasta el cuello que tenía algo de uniforme maoísta, aunque era la guerrera de guardia de asalto que había estado guardada durante más de treinta años en el armario de su abuelo Manuel, escondida en el fondo, junto a los correajes y el canuto de estaño con el diploma de su nombramiento, junto a una caja de lata llena de billetes de banco que él mostraba con orgullo a sus amigos diciéndoles que eran dinero de la República: buscando siempre voces y canciones extranjeras en la radio, imaginando que se iba con una bolsa al hombro y que la carretera de Madrid se prolongaba infinitamente hacia el norte, hacia lugares donde él vivía de cualquier modo y se cambiaba de nombre y hablaba sólo en inglés y se dejaba crecer el pelo hasta los hombros, como cualquiera de los héroes a quienes reverenciaba, Edgar Allan Poe, Jim Morrison, Eric Burdon, tan desesperado por marcharse y no volver que no le importaría no ver nunca más ni a sus amigos ni a la muchacha de la que estaba enamorado entonces, con un amor hecho más de cobardía y literatura que de entusiasmo y deseo, tan legendario, doloroso y ridículo, como su propia vida y sus sueños de huida y los versos y las confesiones que escribía en los cuadernos de apuntes, en las horas muertas de clase en aquel instituto donde daba clases de literatura con una pesadumbre de vejación y destierro un profesor de Madrid al que rápidamente apodó el Praxis el más réprobo de todos los alumnos, un futuro teniente de la Guardia Civil que ya entonces fumaba grifa, aspiraba a decorarse los brazos con tatuajes legionarios y se llamaba Patricio Pavón Pacheco. Desconocidos, cruzándose en las calles de Mágina y tan extraños como si hubieran vivido a una distancia de siglos, habitados hasta la médula de su conciencia por las voces de sus mayores, herederos de un valor fracasado mucho antes de que ellos nacieran y modelados sin saberlo por hechos memorables o atroces de los que nada sabían, herederos involuntarios de la soledad, del sufrimiento y del amor de quienes los habían engendrado.

Se incorporó para buscar un cigarrillo en la mesa de noche y sólo entonces se dio cuenta de lo tarde que era al ver la hora en el despertador, y calculó instintivamente la hora que sería en Mágina. Ya habría amanecido, su padre estaría en el mercado ordenando la hortaliza húmeda y brillante sobre el mostrador de mármol, y tal vez se preguntaría de vez en cuando dónde estaba él, a cuál de esas ciudades a las que quería irse en la adolescencia lo habría llevado su oficio errabundo de intérprete. Miró el teléfono y se acordó con remordimiento de todo el tiempo que había pasado desde la última vez que habló con sus padres, encendió un cigarrillo y se lo puso a Nadia en los labios, acariciándole fugazmente la cara y el pelo, no quiso dar todavía la luz, aunque ya era medianoche, no tenía la sensación del paso de las horas ni la premura de hacer algo o de llegar a alguna parte. Por qué no nos encontramos entonces, le dijo, inclinándose sobre ella casi en la oscuridad, no hace unos meses sino dieciocho años, por qué nos faltó coraje, inteligencia, ironía y astucia, o al menos me faltaron a mí, qué niebla había en mis ojos que no me dejaba verte cuando te tenía delante. media vida más joven pero no más deseable que ahora, idéntica a sí misma, la imaginó queriendo imposiblemente recordarla, su cara irlandesa y sus ojos españoles y su melena castaña que se volvía roja cuando la deslumbraba el sol, su manera tan desahogada y vagabunda de andar, no sólo entonces, cuando sólo vestía zapatillas deportivas y pantalones vaqueros, sino también ahora, cuando se pone vestidos cortos y ceñidos y zapatos de tacón para que él la mire y la desee buscándola en el espacio cerrado del apartamento, porque si saliera vestida así a la calle se quedaría congelada, un vestido amarillo debajo del cual no había nada más que su piel y un tenue olor a espuma de baño, a perfume y a cuerpo femenino, pero también, al cabo de unos días, olía a él mismo, a su saliva y a su semen, los olores tan mezclados como los recuerdos y las identidades, como sus dos voces que enumeraban y celebraban en la penumbra de un tiempo sin horarios ni fechas: mañanas, atardeceres, noches y madrugadas en las que una luz incolora y luego azul se iba estableciendo en la habitación mientras él la miraba dormir, eligiendo en varios idiomas palabras para nombrarla igual que elegía las caricias que la condujeran gradualmente hacia el despertar, con un instinto tranquilo no de poseerla —porque nunca había sabido ni querido poseer lo que más le importaba— sino de halagarla y cuidarla, de borrar con el influjo de su paciencia y su asidua ternura todos los infortunios de su vida y hacer posible esa sonrisa perezosa que le brillaba en los ojos y en los labios cuando le rebosaba el gusto cumplido del amor, de verla dormirse otra vez en sus brazos y apartarse de ella con la precaución de que no se despertara para ir a la cocina y prepararle café, zumo de naranja, pan tostado y huevos revueltos, con la misma naturalidad que si hubieran vivido siempre juntos en ese apartamento que ella había compartido hasta unos meses antes con otro, con el ex marido cuyas fotos desaparecieron de la casa —él las buscaba, en accesos de celos, lacerado por el pensamiento de los hombres con los que ella había estado, como si le hubiera sido infiel antes de conocerlo— y con el hijo rubio que le sonreía, también a él, que al mirar sus fotos se sentía un intruso, en la mesa de noche, en el armario de los libros, junto a la máquina de escribir donde ella trabajaba, pero que se le hacía más presente cuando se asomaba con un poco de aprensión y pudor a su dormitorio vacío y miraba la cama con sábanas de colores y los juguetes alineados en las estanterías, superhéroes de los dibujos animados y barcos y motoristas y tiovivos de lata que ella había recibido de su padre y entregado a su hijo con un sentimiento de nostalgia sin pérdida y de perduración que a él le estaba vedado, porque no tenía hijos ni había considerado nunca la posibilidad de tenerlos y sólo ahora, cuando estaba enamorado de una mujer que había parido a uno, comprendía o sospechaba el orgullo de reconocerse en su existencia. Qué raro, pensaba, que alguien haya nacido de ella y la necesite más que yo. La dejó dormida, le apartó el pelo húmedo de la cara para besarle los labios, los pómulos y las sienes, bajó del todo la persiana del dormitorio y echó las cortinas para que no volviera a despertarla la luz de la mañana de invierno, y en el grabado del jinete que estaba colgado enfrente de la cama fue como si también cayera otra vez la noche y se avivara el fuego que alguien había encendido junto a un río y en el que unos tártaros sublevados contra el zar calentaban hasta el rojo vivo el filo del sable que en apariencia cegaría a Miguel Strogoff.

Quién es, se preguntó de nuevo, hacia dónde cabalga, desde cuándo, durante cuántos años y en cuántos lugares miró el comandante Galaz ese grabado oscuro del jinete con el gorro tártaro y el carcaj y el arco sujetos a la grupa, con la mano derecha casi vanidosamente apoyada en la cintura mientras la izquierda sostenía la brida del caballo, mirando no hacia el camino que apenas se distinguiría en la noche sino más allá de los ojos del espectador, desafiándolo a averiguar su misterio y su nombre. Recogió del suelo la bata de seda que ella se ponía al salir de la ducha y que se le deslizaba luego sobre la piel fresca y perfumada como los hilos del agua y estuvo oliéndola hasta que su respiración la humedeció, se preparó un café, miró el reloj de la cocina, que marcaba una hora inexacta, porque ella no se había molestado en cambiarla cuando los periódicos y las autoridades dieron el aviso, volvió al salón con la taza en la mano, puso muy bajo un disco de Bola de Nieve que habían estado escuchando la noche anterior, volvió a mirarla, quieto en el umbral del dormitorio, murmurando la letra de un bolero, con una atenta ternura que le reavivaba solitariamente el deseo y le desfallecía las rodillas, como si tuviera dieciséis años y estuviera viendo por primera vez a una mujer desnuda, dormida, con las piernas abiertas, con el edredón entre los muslos, cubriendo a medias el vello denso y rizado, afeitado justo en la orilla de las ingles, agradecido por la impunidad con que se le concedía el derecho a admirarla, a hundir golosamente en ella, para que despertara, la lengua o los dedos, blasfemo y devoto, Dog, Siod, Brausen, Elohim, pensaba, a una yegua del carro de faraón te he comparado, amiga mía, repitiendo en voz baja su nombre, Nadia, Nadia Allison, Nadia Galaz, cada vez con la inflexión de cada uno de los idiomas con los que se ganaba la vida, y luego, bajando los ojos, miró con ironía y orgullo y casi vanidad la consecuencia inmediata y arrogante de lo que estaba viendo, trújome a la cámara del vino y su bandera de amor puso sobre mí, leía ella en la Biblia que perteneció a don Mercurio, y para no caer en la tentación de volver a despertarla se puso los pantalones y volvió al lugar donde estaban el baúl de Ramiro Retratista y el resumen de todas las fotografías que había tomado en Mágina a lo largo de cuarenta años, desordenadas en el suelo, sobre los cojines del sofá, algunas de ellas apoyadas verticalmente sobre los lomos de los libros, en la estantería, junto a las fotos en color del hijo de Nadia. Se acordó de un baúl siempre cerrado que estaba en el desván de la casa de sus padres y en el que él se escondió una vez cuando tenía siete u ocho años, de los baúles providenciales que encontraban los náufragos de las novelas en las playas de sus islas desiertas: no percibía hechos ni objetos singulares, sensaciones irrepetibles, palabras sin resonancia, lugares aislados: a su alrededor, en su conciencia, en su mirada, hasta en la superficie de su piel, todas las cosas irradiaban vínculos en el espacio y en el tiempo, todo pertenecía a una secuencia nunca interrumpida entre el pasado y el presente, entre Mágina y todas las ciudades del mundo donde había estado o soñado que iba, entre él mismo y Nadia y esas caras en blanco y negro de las fotografías en las que era posible distinguir y enlazar no sólo los hechos sino también los orígenes más distantes de sus vidas. Con incredulidad volvió a verse sentado sobre un caballo de cartón, cuando tenía tres años, en la feria de Mágina, con un sombrero cordobés, con una camiseta de rayas, con pantalón corto, calcetines blancos y zapatos de charol, y le pareció mentira que fuese aquí, en otro mundo, tan lejos, donde recuperaba esa foto perdida y olvidada durante tanto tiempo. Vio a sus padres el día en que se casaron, vio a su bisabuelo Pedro sentado en el escalón de su casa, vio al inspector Florencio Pérez en su despacho de la plaza del General Orduña y al médico don Mercurio inclinando su cabeza decrépita sobre las grandes hojas de la Biblia, vio de nuevo la cara de la mujer emparedada en la Casa de las Torres y sus ojos alucinados por la oscuridad y la muerte, vio a su abuelo Manuel vestido con el uniforme de la Guardia de Asalto y pensó que ya era tiempo de ir regresando hacia Mágina, ahora que la ciudad no podía herirlo ni atraparlo, de regresar con Nadia para mostrarle los lugares que ella apenas recordaba y caminar abrazado a ella bajo los soportales de la plaza del General Orduña, por la calle Nueva, por el paseo de Santa María, por las calles empedradas que conducían a la plaza de San Lorenzo y a la Casa de las Torres, hablándole al oído, rozándole el pelo con los labios, estrechándola con una pasión y una certidumbre de pertenecerle que a los dieciséis años le había parecido imposible encontrar. Recordó el sonido del llamador en la casa de sus padres y sólo entonces tuvo conciencia exacta del gran abismo de lejanía que lo separaba de la ciudad donde había nacido: rascacielos, puentes de metal, paisajes industriales, aeropuertos, océanos, continentes nocturnos donde los ríos brillaban bajo la luna y las ciudades parecían estrellas de hielo, días y meses de viajes oblicuos sobre las manchas de colores puros de los mapamundis que él interrogaba de niño como asomándose desde un acantilado de vértigo a la extensión de la Tierra. Pero no sentía angustia, ni premura, ni miedo, como tantas veces, como casi siempre en su vida, ni el remordimiento sin motivo que lo había trastornado desde que tuvo uso de razón y que le hacía vivir pendiente de un posible castigo llegado a él bajo una forma casual de desgracia: había dormido pocas horas y notaba en sus miembros una fatiga sin peso, una disposición de indolencia que lo empujaba a volver a la penumbra y a los olores cálidos del dormitorio.

Cerró la puerta con cuidado, para que no entrara la luz del pasillo, escuchó la respiración de Nadia, que dormía con la boca entreabierta, se quitó los pantalones, se tendió de costado junto a ella, adhiriéndose a sus caderas y a la longitud de sus piernas flexionadas sobre el vientre, y cuando terminó de acomodarse y se quedó inmóvil, con los ojos cerrados, le pareció de nuevo que volvía a un refugio inviolable y que los sonidos de la ciudad y la luz de la mañana se apaciguaban en una quietud de media tarde o de anochecer perezoso y estático, igual que cuando se acostaban después de comer y les oscurecía sin que se dieran cuenta, conversando y acariciándose durante horas más anchas y serenas que las horas comunes, procaces, estremecidos, inocentes, con una mutua desvergüenza que les fortalecía la ternura, cómplices en el delirio y en la risa, callados de pronto, mirándose tensamente a los ojos, con asombro y pavor, como testigos de un prodigio simultáneo que los traspasaba, vencidos luego el uno sobre el otro, bruñidos de sudor, gastados de caricias. Entonces se oían respirar en silencio y las manos y los labios volvían a buscar, ya sin urgencia, los pies rozándose bajo las sábanas, como para comprobar y percibir toda la extensión del cuerpo todavía y siempre deseado, y las voces adquirían un tono de rememoración y secreto, el tiempo dilatándose en ellas como la corriente demorada de un río que desborda sus orillas en un delta de limo, y ellos tendidos, dejándose llevar, abandonados a un lento flujo de palabras, incorporándose a veces para buscar un cigarrillo en la mesa de noche, la cara y la melena de Nadia iluminadas por la llama del mechero, para traer una cerveza del frigorífico y compartirla en un vaso desbordado de espuma, hablando siempre, repitiendo palabras impresas en una Biblia polvorienta que tal vez excitaron un siglo antes los deseos de otros, las noches busqué en mi cama al que ama mi alma, busquélo y no lo hallé, enumerando nombres y canciones, oyéndolas de nuevo al cabo de muchos años con la repetida sorpresa de haber amado exactamente la misma música a la misma edad y de poseer de pronto un pasado común en el que sin conocerse ya estaban juntos. Fuera del día y de la noche, del calendario y el reloj, como supervivientes en una isla desierta, la isla de las voces, no sólo las suyas, sino también las que congregaban con la imaginación y la memoria, no sólo las palabras que decían sino las sensaciones recobradas y las imágenes que fluían en sus pupilas cuando no sabían seguro si estaban dormidos o despiertos, cuando Nadia se dormía durante unos minutos y sonreía con los ojos cerrados y le decía al despertar, he soñado con mi padre y con los dibujos de un libro de cuentos españoles que a él le gustaba leerme. Al dormirse soñaban que seguían conversando y que miraban de nuevo las fotos innumerables de Ramiro Retratista, y al abrir los ojos lo primero que veían era la penumbra de la habitación y la figura del jinete que cabalga por un paisaje donde muy pronto amanecerá o acaba de hacerse de noche, un viajero solitario y tranquilo, alerta, orgulloso, casi sonriente, que da la espalda a una colina donde se distingue la sombra de un castillo y parece cabalgar sin propósito hacia algún lugar que no puede verse en el cuadro, y cuyo nombre nadie sabe, igual que tampoco sabe nadie el nombre del jinete ni la longitud y latitud del país por donde está cabalgando.

jueves, 8 de marzo de 2012

Modernismo y Generación del 98

A finales del s.XIX España vive una crisis general: el turnismo politico,los desfases sociales y los conflictos sociales violentos provocan la aparición de los regeneracionistas, como Joaquín Costa, Francisco Giner de los Ríos o Ángel
Gavinet.La situación se hace crítica con el Desastre del 98.Surge entonces un grupo de escritores preocupados por el tema de España : la Generación del 98.
Junto a ellos, los modernistas, cuyo movimiento segun Juan Ramón Jiménez era de entusiasmo y libertad hacia la belleza.

                                                     Generacion del 98

Se trata de un nombre muy controvertido. Fue propuesto por Azorín en unos artículos de 1913
para referirse a un grupo de escritores españoles (Azorín, Baroja, Maeztu, Valle-Inclán y Antonio Machado)
con un común espíritu de protesta y un profundo amor al arte. Sin embargo, es discutible que estos escritores cumplan todos los requisitos para ser considerados generación. Es verdad que sí cumplen algunos requisitos como el nacimiento en pocos años distantes, la participación en actos colectivos
(protesta contra el premio Nobel para Echegaray, homenaje a Larra), un acontecimiento generacional como fue la pérdida de las colonias; pero no tanto otros como una formación intelectual semejante (son autodidactas) o un lenguaje generacional común (cada uno sigue un estilo personal).

En cualquier caso, esta Generación del 98 comparte algunas características:
1º.Tienen una ideología progresista, al menos, en la juventud.
2º.Preocupación por los problemas de España.
3º.Visión subjetiva de la realidad.
                                           
                         Modernismo    

tendencia estética que llegó a España de la mano de su cabeza representativa, Rubén Darío. Busca la expresión de una nueva sensibilidad con un nuevo lenguaje, rechazando el prosaísmo y la retórica de la literatura anterior.
Los rasgos del modernismo son el decadentismo, que se complace
en lo mortecino y ruinoso, en las miserias humanas,la enfermedad
y la muerte.
Al lado de la angustia, el dolor y la muerte, es muy frecuente del
deseado vitalismo.Existen también cierta atraccion hacia lo marginal : prostitutas,bebedores,delincuentes...
El rechazo de la vulgaridad de la sociedad de su tiempo se manifiesta asimismo en el gusto por lo exótico, deseo de huir de la
mediocridad más próxima explica otro rasgo modernista :
el cosmopolitismo, esoterismo y esteticismo.